Año CXXXV
 Nº 49.396
Rosario,
miércoles  20 de
febrero de 2002
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Reflexiones
A Kabul, con un boleto de ida

Jorge Levit / La Capital

Cuando los talibanes afganos tomaron el poder en 1996 saquearon los tesoros de los bancos, impusieron su interpretación delirante y represiva de la ley islámica y redujeron a las mujeres a una categoría casi infrahumana.
Hasta fines del año pasado tuvieron el control de casi todo el país, convertido en tierra y piedra. Afganistán no tiene industrias, agricultura, recursos naturales importantes ni reservas monetarias. Es un país más cerca del medioevo que del siglo XXI. Ahora, ya sin los talibanes, intenta lentamente recuperar su economía y mantener la paz entre las decenas de etnias rivales. La vida en Kabul no es precisamente un jardín de rosas. La semana pasada un ministro del nuevo gobierno afgano fue asesinado en el aeropuerto por una turba enloquecida en un hecho muy confuso. Además, en las rutas que salen o entran a la ciudad, grupos armados asaltan y matan a la gente para sacarles lo poco que tienen. La seguridad casi no existe, sobre todo en el interior del país donde aún reina la anarquía.
Con sólo conocer parte de esa realidad, aunque muy lejos de la nuestra, la Argentina parece un paraíso con una dimensión opuesta. Hay bancos -aunque no puedan devolver la plata-, industrias intactas, pero todavía con capacidad ociosa, recursos naturales suficientes para abastecerse de lo más esencial y un abismo en el nivel de desarrollo humano y cultural.
Los que aseguran que la Argentina ha tocado fondo no se han detenido a observar qué es lo que ocurre en otras regiones del mundo. Si Afganistán suena muy lejos -como algo que nunca llegará a estas tierras- se puede investigar entonces si en el norte de Brasil siguen cazando ratas para comer, si los indígenas peruanos han sobrevivido a la era Fujimori o si los haitianos han conocido algo diferente en el último siglo que no sean los machetes de los escuadrones de la muerte.
La soberbia argentina hace imposible pensar y admitir cualquier escenario semejante. Pero, ¿alguien hubiera imaginado en la década del 60 que hoy, cuatro décadas después, cientos de miles de familias argentinas, con niños y ancianos, vivan humilladas en villas miseria en casi todas las grandes ciudades del país? El argumento tan escuchado de que a esa gente le gusta estar donde está y no progresar es semejante al de la época de la dictadura cuando la frase "En algo andará" era la justificación interna de cada argentino para no querer ver la consumación de una tragedia criminal.
Si la Argentina y los argentinos no logran revertir esta tendencia hacia el derrumbe total, el país se encamina en un viaje sin retorno a un paisaje lo más parecido a Kabul. En Afganistán, pese al control internacional, grupos rivales primitivos pero armados luchan por ocupar y dominar pequeños territorios. En la Argentina, hay sectores financieros y empresariales -nativos y extranjeros-, políticos y sindicales que luchan por no resignar ni renunciar a nada. A esto se suma el permanente estado de conflicto social que protagonizan los desocupados y los ahorristas.
La puja por el reparto de la riqueza sigue tan vigente como si este país fuera Alemania o Francia. El miopismo y la negación son de tal magnitud que no se puede advertir que la Argentina no es más lo que fue y que todavía se puede estar mucho peor. La decadencia no tiene fondo.


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