Es tan malo suponer que nunca nos equivocamos, como suponer que solamente nos equivocamos antes y que ahora sí estamos a salvo del error. En cualquiera de los dos casos, se peca por falta de reflexión y de sentido crítico. Algo de eso nos pasa a los argentinos. Hace mucho tiempo que no reflexionamos debidamente acerca del país que tenemos. Parecemos carecer de humildad como para asumir que la realidad es como es y no como nos gustaría que fuera. Durante mucho tiempo nuestra vida social se construyó sobre ficciones que abarcaron todas las dimensiones de lo público -la económica, la política, la cultural- y hoy la realidad se nos vino encima. Pero agobiados frente a este acontecer, se vuelve a actuar de manera poco reflexiva reemplazando las "verdades reveladas" que nos condujeron a la catástrofe, por otras que proponen otra simplificación, nueva y todavía mayor, que se asume como infalible: la culpa la tenemos los políticos.
Y esta nueva revelación que nos engloba a todos por igual, sirve para prorrogar la ilusión de un país distinto, -el que querríamos y no el que tenemos- que sólo está circunstancialmente afectado por una especie de plaga. Seguramente los políticos tenemos la culpa de muchas cosas -tal vez de muchas más que el resto de los argentinos- pero no es cierto que somos todos iguales.
Hace apenas un par de elecciones atrás, los más lúcidos analistas debieron recurrir a la definición del "voto cuota" para explicar las contradictorias preferencias electorales de la gente, comprometida con toda clase de créditos tomados para adquirir artículos superfluos, y objetos de confort de uso personal. El resultado de aquella elección sumó decisiones políticas concientes pero absolutamente individualistas, realizadas al margen de toda reflexión sobre sus consecuencias sociales. Porque, ¿cuántos de aquellos "votos cuotas" se vinculaban a créditos tomados para adquirir bienes de producción? Casi ninguno. El país votó por las cuotas del auto, el viaje, el electrodoméstico. En el peor de los casos, votó por el status y el prestigio. Hoy la Argentina está quebrada, la producción nacional no existe y, lo que es peor, la política -como herramienta de transformación social- tampoco existe.
En aquella época algunos políticos proponían -proponíamos- alternativas. Sin embargo, ¿acertó la sociedad en aquel voto-cuota y acierta ahora en el repudio indiscriminado a los políticos? ¿0 sólo se equivocaba antes y ahora actúa reflexivamente?
Difícilmente las simplificaciones a las que fuimos tan afectos en nuestra historia moderna contengan el germen de soluciones amplias y duraderas. La situación del país es sumamente compleja, Los años de "fundamentalismo de mercado" dejaron la sociedad partida en innumerables fragmentos que tienen intereses contradictorios. Aunque la gente los viva a todos como igualmente legítimos desde una perspectiva individual, muchos son imposibles de conciliar. Es el país real, no el que nos gustaría tener. Y la bronca y la angustia desemboca en el pedido de una democracia sin políticos. ¿Será así de sencillo resolver problemas tan graves como distintos? Parece como si hubieran sonado las doce campanadas poniendo fin a la ilusión de la fiesta en el palacio. Se terminó la visita al primer mundo, con los brillos y los lujos del dólar barato. Otra vez lidiamos con los trastos viejos y la economía desvencijada del lugar donde realmente vivimos. Pero no es razonable suponer que aparecerá alguien -que debe ser un "no político"- trayendo un zapatito, o en este caso, un plan económico, que como por arte de magia nos rescatará para llevarnos de la noche a la mañana a un destino mejor. La cuestión, en todo caso, es: un destino mejor ¿pero para quién?, ¿para los que quieren pesificación, o dolarización, o ajuste, o distribución, o acreedores, o deudores, o inquilinos, o propietarios? ¿Acaso un destino mejor para los que ni siquiera vieron la fiesta de lejos, los millones de pobres y marginales que dejó la convertibilidad?
En estos años de democracia los políticos no hemos articulado debidamente los intereses de los argentinos para dar una respuesta digna a las grandes mayorías. Algunos por decisión, otros por desconocimiento y otros por falta de apoyo, terminamos siendo funcionales a un sistema económico perverso que nos condujo al empobrecimiento. Es cierto, todos somos responsables, aunque no somos todos iguales. Algunos fueron parte de la fiesta y otros solamente fracasamos en tratar de postular ideas alternativas, ya que el sistema tuvo mayor apoyo ciudadano. Tal vez hagan falta partidos y políticos nuevos, pero no menos que una conciencia nueva acerca de lo que es ser compatriota, conciudadano, vecino, compañero. Ninguna posibilidad podrían tener los políticos más honestos y mejor intencionados, si en la sociedad no reconstruimos primero los lazos de solidaridad y el sentido de pertenencia que hace años sacrificamos en aras del dólar barato y el status en cuotas. Precisamente, en las asambleas barriales hoy, por fin, conviven con desocupados, pobres y empobrecidos, ciudadanos que pasaron años viviendo la política a solas, prendidos a noticiosos que seguían la evolución histérica del Merval o del riesgo país y no el inexorable aumento del índice de desocupación. Como comienzo de un proceso de refundación de la política, esto es auspicioso. Lamento profundamente que en este resurgir de la participación se hayan colado las "cacerías de brujas". Se centran en los políticos, pero expresan una lógica que luego necesitará seguir persiguiendo sucesivamente a periodistas, empresarios, inmigrantes y vaya a saber qué otros. Lo lamento en lo personal por razones obvias, pero fundamentalmente, en una perspectiva de futuro, por el obstáculo que significa para un diálogo que, finalmente, es lo imprescindible para entender lo que nos ha sucedido.
(*) Diputado nacional.