En una página ya lejana de "El silencio" anotamos un hecho de cuya trascendencia fue testigo generoso la segunda mitad del siglo: la irrupción de la adolescencia como nuevo estamento social.
Sujetos al techo paterno y a la por lo menos formal autoridad del jefe de la familia, sin posibilidades, resolución o fuerza para organizar una vida emancipada de las tutelas tradicionales, los adolescentes bregaron para conseguir la libertad de movimiento y de criterio. La primera, más que a las horas del día, reguladas y controladas de cerca por el binomio madre-padre, apuntó a la noche, a la gran transgresión que significaba el solo intento de apoderarse de la noche; pues los adultos habían sido siempre, o sea desde que la ciudad la había sacado de la galera para transgredir a su vez las costumbres del día, sus propietarios exclusivos. La otra, a la elección de los lugares que serían los propios, pero incanjeablemente propios. Habrían de compartir con los mayores el suelo y el cielo de la noche; los espacios, no. Los excluidos ambicionaban excluir.
Descartados como modelos los más chicos y negados como tales los adultos, los adolescentes se miraron en el espejo de sus pares; los paradigmas exteriores los proveían, eficazmente programados, el cine y la música provenientes de los países de habla inglesa. Ya no habrían de cantar lo que papá y mamá habían cantado y todavía cantaban, ni bailar lo que ellos aún bailaban, ni hacerlo como ellos aún lo hacían. Ya no se estilaría abrazarse para danzar, ni acordar los movimientos de las piernas, ni tomarse de las manos, ni hablarse bajito al oído. El cuerpo del otro, de tan sutil o vigorosa presencia en los bailes de enlace, parecía haberse reducido a una intuición; y el entendimiento silencioso, esencial en el tango, el jazz melódico y el bolero, pasó a ser un valor secundario, no inexistente ni caduco, pues después de todo el otro estaba allí, moviéndose rítmicamente a un metro de distancia, pero en absoluto determinante.
Adoptadas fanáticamente por los adolescentes, las nuevas músicas bailables no sólo desdoblaron lo que había sido una unidad de signos distintos: fueron, además, la expresión de un individualismo exacerbado, al cual le venía de perlas la frase "cada uno para sí". Años más tarde no habría sido improcedente preguntarse cómo el individualismo danzante de los jovencitos, en teoría los hacedores del mañana, podía insertarse coherentemente en un tramo histórico cuyo objetivo fuese la realidad o el sueño de una sociedad solidaria.
La segunda novedad radicaba en que el varón no piloteaba nada y que la renuncia a la función rectora era voluntaria. A la vez, no había indicios de desgarramiento en la liberación de la muchacha: se había desligado del abrazo con la simplicidad de un toque elemental a su peinado; o le habían permitido desligarse o impulsado a que así se comportara.
Cualquiera fuese la interpretación y cualquiera la correspondencia con el cambio en la situación social de la mujer, en vías de expansión, era suya la capacidad de decidir y suyo, asimismo, el ejercicio. Desechada la hipótesis de la recuperación, si a la muchachita y a la mujer que la continuaría nada se les había perdido, su papel, en la danza, además de hermosearla, había sido el de esperar, el de acompañar, el de seguir. Bien podía sostenerse que tal grado de participación encerraba su dicha, o su alegría o, casi osadamente, el placer de complacer.
De pronto se produjo no una inversión de los protagonismos, sino una autonomía de doble comando. Dado que también el mocosito, cuando bailaba, "hacía la suya", no dueño ni conductor de nadie, como lo habían sido el hermano, el padre y el tío farrista en las fiestas familiares o barriales: solamente responsable de sí mismo, libre y suelto, autosuficiente y confiado en que la compañera, si es que así cabía citarla, también lo sería.
Las novísimas formas desplazaron el diálogo e instalaron el monólogo en la cabeza y el corazón de las danzas de moda -casi autocráticamente el "rock and roll"-. La suposición de un diálogo secreto: para qué hablar, para qué mirarse si ya se hablaban y miraban las piernas, los vientres y los bustos, podría haber entrado en el terreno de la ilusión óptica. Habían un ribete fantasmal en esas figuras para las cuales el otro era apenas vislumbre. Quizá para combatirlo se implementaron la estridencia y las luces de colores, agudas flechas de cristal y acero la estridencia, enloquecidos satélites astrales las giratorias luces de colores. Sin embargo, tan de pie como los bailarines, subsistía el contraste.