Año CXXXV
 Nº 49.389
Rosario,
miércoles  13 de
febrero de 2002
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Opinión
No hay sociedad sin moneda

Hugo Quiroga (*)

La crisis actual de la Argentina tiene un componente central: la amenaza de disolución de la moneda. Así como en 1989 el colapso hiperinflacionario destruyó las reglas básicas de la economía y aniquiló la moneda, hoy la incertidumbre económica, la devaluación y la inflación en curso han hecho perder al peso su carácter de unidad estable de referencia. La consecuencia es que el dólar gobierna ampliamente la economía y los ciudadanos se ven obligados, como antaño, a desarrollar estrategias de sobrevivencia frente a esa tiranía y frente a la devaluación de la moneda nacional. Los ahorristas confían únicamente en el dólar como reserva de valor, esto es, en una moneda extranjera sobre la cual las clásicas políticas gubernamentales no pueden influir. Tanto la hiperinflación de 1989 como la crisis actual revelan la pérdida de confianza en el peso. Lo que trataré de explicar más abajo es que la moneda es una de las relaciones sociales constitutivas del orden colectivo, su rol excede el de un instrumento de cambio.
De nuevo peligra la moneda nacional. Entre un peso depreciado y la codiciada moneda norteamericana se ubica una tercera moneda con los bonos provinciales y las Lecop, que circulan por todo el país a raíz de la recesión, la escasez del crédito y la falta de circulante, llenando de incertidumbre y molestia a sus obligados poseedores que no ignoran que el respaldo de esos títulos radica en la solvencia del emisor, es decir, en el Estado nacional y los Estados provinciales que reconocieron sus insolvencias. En el mismo escenario, la gravedad de la crisis ha hecho florecer una economía paralela con los centros de trueques, verdaderos mercados informales que configuran en palabras de Max Weber una economía natural de cambio (hay intercambio sin dinero) que contrasta con la economía monetaria. Esta es la verdad descarnada del "capitalismo que tenemos" los argentinos.
Introduciéndonos en la historia reciente, quiero recordar que la crisis hiperinflacionaria de 1989 resumió décadas de alta inflación experimentadas por nuestra economía, la que en su inestable desarrollo devoró en los últimos treinta años varios signos monetarios. Durante la transición democrática el país se vio enfrentado a dos órdenes diferentes de inestabilidad: la política y la monetaria. De la primera se pudo salir con una democracia electoral estable y de la segunda con la ley de convertibilidad de 1991 que estableció la paridad uno a uno entre el peso y el dólar, lo que dio lugar a la confianza en el peso y, por ende, posibilitó la estabilidad de precios y la baja inflación. El sistema de convertibilidad, que fijó esa paridad, prohibió al Banco Central emitir moneda sin respaldo en divisas poniendo fin a una de las fuentes abusivas de financiación del Estado. Al mismo tiempo, se erradicaron los mecanismos indexatorios que por largos años actualizaron los precios. No obstante, los límites de la convertibilidad se pusieron rápidamente de manifiesto. Su éxito duradero exigía una sólida política fiscal, lo que cuestionaba el incremento de la deuda externa para financiar los gastos del Estado, política irresponsable que encaró de manera desmesurada el presidente Menem durante la década del noventa.
Es ahora cuando deseo presentar un punto de vista diferente, el de la legitimidad de la moneda, en base a los fundamentos de una obra colectiva que coordinan Michel Aglietta y André Orléan (La Monnaie Souveraine). Según estos autores la aceptación de la moneda no se reduce a un cálculo racional de costos y beneficios sino que moviliza creencias y valores a través de los cuales se afirma la pertenencia a una comunidad. La moneda moderna sigue siendo la expresión de la sociedad como totalidad, ella conserva el status de operador de la pertenencia social y se presenta ante los individuos como una norma de base de la sociedad de la misma manera que la ley o la prohibición moral. La idea fuerza, por tanto, es que con la moneda se juega una relación particular de los individuos con la totalidad social. En definitiva, ella no es solamente el producto de un proceso vinculado exclusivamente con el intercambio mercantil, sino que es fundamentalmente una institución social.
Lo que ha demostrado la transición argentina es el rol social de la moneda en la consolidación de la democracia en la década del noventa. En ese momento, la moneda tuvo claras capacidades institucionalizantes, fue un pilar de la democracia en la medida en que formó parte de la integridad del orden social. En efecto, la moneda es, junto al Estado y la solidaridad, un elemento de cohesión social, y es fuente de seguridad. Desde de 1983, la construcción de la democracia estuvo vinculada también a la construcción de una moneda estable, por eso cuando se recuperó la confianza en el peso, a partir de la convertibilidad, se abrió la posibilidad de estabilizar a la democracia. La dramática experiencia alemana de 1923 demostró que la principal defensa de una sociedad es la solidez de su moneda, es lo que lleva a Adam Fergusson a advertir, en un texto sobre el tema, que para destruir un país lo primero que hay que hacer es corromper el dinero.
La estabilidad de la moneda se ha convertido después de un duro proceso de aprendizaje en el nuevo valor que la sociedad respeta y defiende, de igual modo hemos aprendido que sin confianza social no puede funcionar ninguna economía. Es aquí donde se ubica el concepto de legitimidad de la moneda, que va mucho más allá del orden monetario para reposar en la autoridad de lo social. En torno a la estabilidad de la moneda se cierra también un acuerdo colectivo para fundar un orden de valor, cuya fuente de legitimidad es lo que declara creer la sociedad: el valor de la moneda se basa en la confianza que le atribuyen los ciudadanos. En cuanto bien público, debe encontrar en la aceptación colectiva el fundamento de su legitimidad. La confianza -esa "institución invisible", según la expresión de Arrow- crea la moneda o la vuelve posible, pero los acontecimientos actuales de nuestro país demuestran trágicamente que la desconfianza en el peso amenaza con el sistema financiero y la desorganización de la economía. Ya lo sabemos, la interminable depreciación de la moneda acarrea inseguridad social, incertidumbre económica, deterioro moral, con grave repercusión en el sistema político y en sus capacidades decisorias, no vale la pena, pues, insistir en viejos errores.
En fin, sin moneda nacional no hay autoridad pública posible ni cohesión social. Los períodos de inestabilidad monetaria son momentos en los cuales la sociedad tiene serias dificultades para ordenar el presente y proyectar el futuro. El orden monetario encuentra los mismos problemas de legitimación que el orden político: la confianza social es fuente de autoridad. Del presidente Duhalde se espera, ante todo, y como primera medida de emergencia, la recuperación de la confianza de los ciudadanos para estabilizar la moneda y ordenar la sociedad, y así poder definir metas de largo plazo. Del éxito de esta tarea ineludible dependerá asimismo la continuidad de la legitimidad democrática.
(*) Profesor de Teoría Política de la
Facultad de Ciencia Política de la UNR.


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