Corina Canale
La extraña sensación de soledad de la meseta patagónica inspiró una de las historias más leídas. Fue durante un forzado aterrizaje de su avión, entre los médanos movedizos de la península de Valdés, cuando el escritor francés Antoine de Saint Exupery imaginó las aventuras de El Principito. Mucho después el director del zoológico de Nueva York visitó la península y acuñó una frase inolvidable: "Pasé un día en la prehistoria". El francés vio la Isla de los Pájaros con forma de sombrero y el norteamericano alucinó ante la exótica fauna marina de Chubut y creyó estar en el comienzo de la vida. A esas mismas tierras peninsulares llegó don Félix Olazabal en 1897. Traía un sueño largamente acariciado que cumplió como buen vasco: comprar campos y dedicarse a la cría de ovinos y a la producción de lana. Eligió los que se abrían hacia el infinito horizonte del Atlántico y fue el primer habitante de esa lengua de tierra de forma caprichosa que se adentra en el océano. Don Félix fundó la primera estancia marina junto a un largo litoral de playas, algunas mansas y otras bravas, y en el único campo que tiene un apostadero propio de elefantes marinos y un asentamiento de lobos machos. Para mirar el mar construyó la primera casa cerca de la costa, y después imaginó la otra, la principal, con una galería de madera clara, estilo galés, y una salamandra para ahuyentar los fríos del invierno. Y la bautizó Rincón Chico. Ahora, sus nietos María y Agustín aseguran que "para nosotros la Patagonia no es un lugar más en el mundo, es nuestro lugar y lo elegimos para vivir". Como muchos otros estancieros, los descendientes de don Félix decidieron hace unos años abrir las tranqueras de sus campos a ese fenómeno llamado turismo, ante el que ya habían sucumbido los nobles europeos. En el Viejo Mundo alojarse en castillos y palacios es una sofisticada opción. A Rincón Chico se puede ir sólo a pasar el día, o elegir una de las excursiones que la recorren a la mañana o a la tarde, o quedarse dos días completos, que según los anfitriones es "el tiempo ideal para conocer todo". Los peones ya se acostumbraron a compartir las tareas rurales con los turistas y a explicar cómo se realiza la señalada de los corderos, con una marca en la oreja, y también a revelar los secretos de la esquila, tarea que se realiza si no llueve. "Porque las ovejas no se esquilan si están mojadas", dicen. Un día en la estancia marina comienza siempre con un rito ineludible: el mate de bombilla y las tortas fritas. Y después de la mateada los turistas parten en un Land Rover hacia los acantilados de Pico Lobo. Desde allí algunos inician un trekking hacia Playa de Pedregullo, atravesando médanos y cañadones, y cruzándose con guanacos, maras y ñandúes rapidísimos. Otros van a observar pájaros, una actividad apasionante que convoca a muchos ornitólogos, ansiosos de explorar las escondidas cuevas en los acantilados. Por allí hay utensilios indígenas, puntas de flechas, hachas y raspadores, y esas extrañas piedras, los sobadores, redondas de un lado y planas del otro, que los indios usaban para sobar el cuero de los elefantes marinos. Los paseos por la estancia marina concluyen con un sabroso cordero al palo, que se asa muy lentamente, mientras los peones, algunos descendientes de galeses, descifran para las visitas el mensaje secreto de las piedras. Los anfitriones saben que el viajero busca la inmensidad de los campos y la emoción de compartir las tareas rurales. Y saben que la península, y sólo la península, les ofrece el atractivo de la exótica fauna marina. Un atractivo que apasiona a los europeos. Muy lejos de aquellas estancias decoradas con mayólicas españolas y mármoles de Carrara, que signaron buena parte de la historia de la Argentina, los hacendados de estos tiempos, devenidos anfitriones turísticos, están dispuestos a compartir sus reliquias familiares y a contar las historias de los primeros fortines y de la despiadada lucha contra los aborígenes.
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