Año CXXXV
 Nº 49.382
Rosario,
miércoles  06 de
febrero de 2002
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cartas
El gesto que falta

Estamos en una hora en la que a todos se nos pide un gesto. Se está esperando de nuestros dirigentes que den muestras de renunciamiento. Gestos que ninguno debería dejar de dar si se trata de recuperar la confianza de una sociedad que está totalmente descreída de ellos. Pero parece ser que tales gestos brillan aún por su ausencia, según reclaman los prelados que participan como anfitriones de la concertación nacional. Ahora bien, ni siquiera el episcopado argentino debería quedar afuera de estos gestos. Nos estamos refiriendo, específicamente, a tener el gesto de renunciar al sostenimiento económico por parte del Estado, según lo establecido por el artículo 2º de la Constitución nacional. Por el mismo, y desde hace siglo y medio, el conjunto de los habitantes del país debe aportar para beneficio de un culto en particular, sea que lo profese o no. El sostenimiento de una religión, cualquiera fuera, debería materializarse con el aporte voluntario de sus feligreses y según los dictados de su conciencia, pero este no es el caso de lo que acontece a nuestro país. Aquí todos debemos contribuir, obligatoriamente, para el sostenimiento de un culto determinado, que si bien seguramente es el que la mayoría profesa, no es el que todos practican. Ateos, agnósticos, nuevaeristas, espiritistas, judíos, protestantes, musulmanes, hare krishnas, no importa lo que crean o dejen de creer, deben contribuir con sus impuestos para beneficio de una religión en particular, la Católica Apostólica Romana. ¿Cuál podría ser la razón por la que el Episcopado no resignara un privilegio con que la historia lo favoreció a lo largo de los siglos? ¿Es que dando un paso de esta naturaleza se vería forzado a tener que cerras sus instituciones y despedir personal? ¿Podría darse el caso hipotético de que sus muchos millones de fieles, que amana a sus prelados y practican lo que el Divino Maestro les enseñó, dejaran abandonada a su iglesia? ¿Serían incapaces de sostener su aparato eclesiástico si los impíos y adherentes de otras religiones no sale en su socorro? ¿Se habría debilitado su espiritualidad y consagración al punto de no poder continuar solos? ¿Cuál es el país en que la Iglesia puede ser verdaderamente creíble si cuestiones pecuniarias la mantienen amordazada? ¿No deberían dar ellos el ejemplo, los que se supone que son la principal y última reserva ética que nos queda como nación? Es hora de revisar cuantas cosas se vienen arrastrando desde un lejano pasado. Los prelados tienen ahora sobre sus hombros una gran responsabilidad. Quizá haya llegado la hora de comenzar a reconstruir el futuro de una nación que ha caído al precipicio de la bancarrota moral. Y la clase dirigente deberá ser la que dé el puntapié inicial para que podamos volver a creer en ella.
Federico Bertuzzi


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