Olvidémonos de las ideologías y hablemos sólo de La Habana, esa ciudad cubana espléndida, oculta a simple vista, que hay que ir descubriendo a cada vuelta de esquina a través de su gente, y que sobrevive con dignidad a las limitaciones que le han impuesto. La tarde que llegamos, ansiosos por conocerla, tomamos quizás (o no) el camino equivocado porque nos aventuramos en una zona de callejuelas angostas y casas derruidas donde se mezclaban en igual proporción olores de comidas, orines y cloacas. La pregunta fue inevitable ¿esto es La Habana? Dicen que la primera impresión es la que siempre vale. Yo puedo decir ahora que no vale para La Habana. Y verán por qué. Una ciudad se conoce por sus calles, caminando entre su gente. Y La Habana Vieja tiene el don de abrirse a quienes la viven a pie. El tiempo no se percibe tan a prisa en ella como en otros lugares...no existen minutos, ni segundos. El tiempo no tiene apuros, cada instante se vive con intensidad y las cosas sencillas alcanzan una sublime dimensión, partiendo de algo que es el don más preciado de la ciudad: los habaneros. Los habitantes de La Habana son exuberantes en el querer y en la manifestación de las emociones. Todo el mundo es amigo de los habaneros y éstos lo son de todo el mundo. En La Habana pareciera que no hay extraños, los turistas pasamos a formar parte de su gran familia, y de repente nos damos cuenta de ello cuando nos sorprendemos conversando durante horas con un habanero que nos acompaña en nuestra caminata, desviándose de su destino tan sólo por haberle preguntado por una calle o un lugar, alguien que quizás no veamos nunca más pero que nos brindó ese pedacito de su vida sin pedir casi nada a cambio. Sólo la oportunidad de preguntar por nuestro país, de contar sobre el suyo sin negar la realidad y concluyendo siempre que, a pesar de las carencias que tienen, jamás dejarían la isla. Porque gozar de seguridad, acceder a todos los niveles de educación de manera absolutamente gratuita, tener cubierto el cuidado de la salud y recibir mensualmente una cuota alimentaria básica hacen que Cuba resulte, indudablemente, un lugar donde los verdaderos derechos humanos son atendidos como corresponde. Por eso no importa que ganen 10 o 15 dólares mensuales, ni que vivan en habitaciones convertidas en ambientes múltiples, ni que no puedan acceder a un vehículo, o que deban ser invitados para poder salir del país... Esas son cuestiones secundarias para los cubanos, a diferencia de nuestra cultura que ha priorizado lo superfluo (como tener una hermosa casa, un auto último modelo y poder viajar a Europa) olvidándonos que carecemos o, en el mejor de los casos, malfunciona lo elemental: seguridad, educación, salud, alimentación. Extrovertida, la gente de La Habana sobrelleva con decoro, y sin negarlas, las dificultades económicas que no son un secreto para nadie, menos desde que se empieza a caminar por sus calles. Allí el turista encontrará más de una cola para retirar alimentos, "guaguas" (llamadas camellos, especie de camión adaptado como transporte de pasajeros) abarrotadas de gente, cientos de ciclistas en lugar de automóviles de lujo y algunos autos de la década del cincuenta, todo como parte de una cultura de la resistencia que les permite comprobar cada día que, a pesar de todo, el sol vuelve a salir, y que vale la pena esta aventura de la vida, aún con sus limitaciones.
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