El hijo del contramaestre, Mario Pérez, padre de tres niños, contó que "los barcos que trataron de rescatarnos se arriesgaron más de la cuenta. Nos tiraron de todo, desde cabos con boyas hasta botes salvavidas, pero era muy peligroso soltarse de donde estábamos sujetándonos. Fue un milagro que nuestro barco no diera una vuelta de campana, porque ahí sí que nos tragaba a todos. Cada vez que las olas lo hacían rolar, los extremos donde se cuelgan los equipos de pesca tocaban las rocas y eso evitó el desastre. En ese momento nos pasaron las imágenes de toda la vida por delante, pensás en tu madre y tus hijos que no te van a encontrar". Mientras amanecía, los marinos iban descubriendo los rostros de miedo de sus compañeros que se debatían entre el frío viento patagónico y las embravecidas olas que literalmente mecían la nave sobre las rocas como una cáscara de nuez. Ya sin los botes salvavidas robados por la furia del mar, los exhaustos marineros sólo pensaron en Dios y en sus familias, confesaron.
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