| | Editorial Lo deseable y lo posible
| El multitudinario cacerolazo que estremeció ayer las calles de las principales ciudades argentinas volvió a poner en negro sobre blanco una realidad absolutamente concreta, que desnuda las notorias limitaciones que padecen, en este momento, quienes gobiernan: simplemente, la cantidad y calidad de los reclamos de la gente excede con largueza la posibilidad de satisfacerlos. Y no es que en estas líneas se intente defensa alguna de las reiteradas negativas que para reunirse con su dinero vienen recibiendo los depositantes que confiaron en la banca nacional y en ella dejaron sus ahorros; ni, tampoco, justificar la prolongación de la dramática situación que vienen padeciendo numerosos sectores sociales que han experimentado un brusco descenso en su nivel de vida. Solamente se intenta trazar una línea que separe lo deseable de lo factible, y -además- agregar un concepto cuya obviedad no merece ulteriores explicaciones: sencillamente, que la paciencia es un aspecto clave a la hora de enfrentar con éxito la durísima coyuntura. Claro que paciencia no es sinónimo de pasividad. El inédito protagonismo que ha adquirido el pueblo en estos últimos tiempos -incluida la tradicionalmente remisa clase media- debe ser defendido a ultranza y valorado como un capital político de inmenso valor, que le transfiere a los días por venir una invalorable cuota de esperanza. Pero se torna imprescindible recordar que remontar la empinada cuesta no se hará en un día. El cuestionamiento severo y ciertamente merecido que ha recibido, en bloque, la dirigencia política debe detenerse exactamente un paso antes del comienzo del abismo. Es decir, cuando las críticas se vuelven extemporáneas, cuando los niveles de ansiedad desbordan todas las previsiones, se está ante un grave riesgo: el de desvalorizar la trascendente conquista política que significó, para la Argentina, la consolidación del sistema democrático. Muchos de los jóvenes que en las últimas jornadas ganaron las calles no tienen, por un elemental aspecto diacrónico, memoria de la devastación que en el país sembró el autoritarismo, cuyos ribetes más siniestros se alcanzaron en la última dictadura. A ellos, fundamentalmente, habrá que recordarles las consecuencias funestas de los errores del pasado. Para no repetirlos. Y para que los tiempos que vendrán, que sin dudas serán traumáticos, puedan alumbrar una Nación más sana, más cercana a sus olvidadas esencias y más próxima, en sus concreciones, a las infinitas posibilidades que le abre la indiscutible calidad de su gente.
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