Nunca voy a olvidar el día que mi padre me llevó para embarcar en el Costa Allegra. Bajamos del auto y me deslumbró el barco con sus enormes chimeneas amarillas. Tenía 10 años, y ese primer deslumbramiento se completó cuando descubrí que lo único que teníamos que hacer era dejar que nos subieran las valijas, nada más, todo lo hacían ellos. Las vacaciones habían empezado. En cuanto subí lo primero que hice fue recorrer el barco de arriba a abajo, y mi asombro se completó cuando ví la cantidad de ambientes que tiene: disco, peluquería, bares, shopping, teatro. Todas las mañanas desayunaba en un lugar donde cada uno se sirve lo que quiere, y de donde se puede mirar el mar mientras el barco navega. Luego me divertía en la pileta, donde siempre se organizaban juegos para grandes y chicos. Cuando llegaba la tarde, si a uno se le abría el apetito, podía ir a tomar el té con masas. Más tarde había que prepararse para la cena en un restaurante muy bien climatizado, y con muchos y riquísimos platos, donde los mozos me ofrecían siempre lo que yo como chico podía preferir. Además me servían antes los platos para poder ir rápido a encontrarme con mis amigos. Eso era así los días que comía con mi padre, porque muchas noches se organizaban cenas especiales para los chicos, con una barra de animadores, de los que me hice amigo. A la noche, después de comer ¡a la disco!, donde uno se puede quedar hasta muy tarde, porque no hay padres que te pasen a buscar ni horarios a los cuales adecuarse ya que no se corre ningún riesgo. Mi padre me dejaba y yo volvía cuando quería. A veces, después de la cena se organizaban fiestas en la cubierta con bandas en vivo, juegos, baile y comida, porque se prepara un buffet de media noche que se sirve en cubierta o en distintos lugares del barco. Todas estas actividades las disfruté con un montón de amigos que me hice. Muchos de ellos siguieron siéndolo después que terminó el crucero. Cada vez que viajo me vengo con la agenda cargada de direcciones. Lucas Elías (15 años)
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