| | La crisis argentina vista desde el exterior Demasiado tarde para lágrimas
| Sergio Berensztein (*)
El mundo observa el fin de esta Argentina. El ruido agitado de las cacerolas de clase media es la música de fondo para un final largamente anunciado. La agonía se ha prolongado más de lo recomendable, en parte por una natural resistencia a sobrevivir, en parte por la pasividad internacional: nadie le daba el golpe de gracia a un país ya desangrado, ni siquiera los temidos especuladores de carroña, pero nadie tampoco hacía nada para evitar este desenlace. En los estertores finales, el país ha mostrado al mundo cinco presidentes en menos de dos semanas: Fernando de la Rúa, Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez Saá, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde. Puerta y Camaño fueron solamente presidentes provisionales, encargados de convocar a la Asamblea Legislativa para que, según la ley de acefalía, se eligiera al sucesor del renunciante De la Rúa. Pero tanto Saá como Duhalde fueron ungidos con todas las facultades que la Constitución otorga al titular del Poder Ejecutivo. Es que la crisis argentina está devorando a buena parte de sus responsables. Y su voracidad es fenomenal: avanza rápidamente sobre personas e instituciones, sobre consensos hasta hace poco indestructibles (como la paridad entre el peso y el dólar) y sobre el propio tejido social. Así, la violencia reapareció pero no de la mano del poder estatal o de las guerrillas, sino como una expresión patética de la lumpenización y la marginalidad. Las bandas que saquearon supermercados se llevaron mucho más alcohol y electrodomésticos que alimentos para saciar el hambre que seguramente tienen. Y sus batallas con la policía no son nuevas. Desde hace muchos años hay una gimnasia casi constante de enfrentamiento en los empobrecidos suburbios de las grandes metrópolis antes y después de los partidos de fútbol, los recitales de rock y las bailantas, esos multitudinarios eventos de música tropical, casi una religión para los desclasados. Rotos los eslabones básicos de cualquier contrato social, la crisis de legitimidad avanza como un "pacman". Así cayó De la Rúa, luego de experimentar con la vida y el destino de quienes viven en esta tierra un teorema personal que no requería demostración: haciendo todo mal, o no haciendo nada, no se pueden arreglar los problemas de un país. Esperable este final para la carrera política de un mediocre. Así cayó también Adolfo Rodríguez Saá, el peculiar caudillo de la provincia de San Luis, ese pequeño Perón ilustrado. Quiso recrear en una semana los símbolos y los sistemas de un populismo degradado, anacrónico, hueco de poder. Toda receta populista que se precie requiere una dosis de desparpajo, y la de Saá consistió en incluir en su gabinete a algunos personajes demasiado identificados con la corrupción. Y ahora tenemos a Duhalde, el primus inter pares del viejo sistema partidocrático de la estratégica provincia de Buenos Aires. Llega al poder de la mano del inefable Raúl Alfonsín, quien obligó a sus obedientes diputados radicales a que disciplinadamente hicieran presidente a su supuesto archirrival. Duhalde ha dicho lo evidente: el país ha quebrado. Pero obvió decir lo más importante: cómo va a asignar las pérdidas de capital entre todos los involucrados. Entre acreedores, banqueros, empresas privatizadas, depositantes, consumidores, retirados y trabajadores, ¿quién cree usted que perderá más? Para peor, la licuación de poder actual puede terminar en mayor anarquía. Duhalde es un presidente fuerte y débil al mismo tiempo: lo respaldan todas las fuerzas políticas, excepto grupos marginales de izquierda. Pero precisamente esa es la fuente de su debilidad. Pues desconfía de él, como de toda la elite política, buena parte de la clase media, y lo odia una mayoría que dejó de ser silenciosa para aferrarse a sus cacerolas como todo poder. Es que esta sociedad está rota, quebrada como el país, ya casi sin nada que perder, ni siquiera la esperanza. Pero está marcando muy de cerca los movimientos del poder. Sabe de su capacidad de daño y no parece inquietarle la suerte de sus víctimas. El próximo cadáver puede ser el propio Duhalde si hace o dice algo que parezca irritante, lo cual puede ocurrir cuando se perciban los efectos de la devaluación, el aumento de los precios o la probable incautación parcial de los depósitos. ¿Podrá surgir de esta energía social inorgánica y vengativa algo parecido a un nuevo país? ¿Podrá transformarse este horror actual en algo paulatinamente menos dramático, a fuerza de un poco de sentido común y racionalidad? Por ahora, no se perfilan ni los actores ni los mecanismos mínimos de coordinación para que ello pase. Antes de que este espanto se convierta en guerra civil, para lo que no falta demasiado, resulta imprescindible que la comunidad internacional reaccione, por una vez, a tiempo, de manera preventiva. Esto no debe ser el resultado de la generosidad y la buena voluntad, sino del egoísmo. Muchos que apostaron e invirtieron en Argentina ya han perdido demasiado. No se equivoquen: pueden perder todavía mucho más. Aun si no importaran la libertad, la democracia y los derechos humanos, por lo menos quedan los números como último resorte. Veremos si esta es una razón suficiente para que alguien ayude a parar esta bola de nieve antes de que sea demasiado tarde. Los argentinos solos, así como están ahora, únicamente generarán mayor destrucción. (*)Profesor de Ciencia Política de la Universidad Torcuato Di Tella La Vanguardia - España
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