Año CXXXV
 Nº 49.345
Rosario,
domingo  30 de
diciembre de 2001
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Intimidades de la noche en que al Adolfo se le apagó la sonrisa

Omar Bravo

Sólo las luces imprescindibles iluminaban la Casa de Gobierno. Pasillos, escaleras y el patio de las palmeras estaban en penumbras. Siluetas de soldados con uniforme de combate y fusil al hombro ocupaban sus lugares de guardia, mientras otros, en silencio, caminaban en las sombras. Eran los primeros minutos del sábado. Sólo permanecían en la casa Alberto Rodríguez Saá y el secretario general, Luis Lusquiños, quien ya había obtenido la renuncia de Carlos Grosso. El presidente seguía los decibeles del cacerolazo en Plaza de Mayo desde la residencia de Olivos, donde pasó su peor noche. Una noche donde ya duerme lo que fue el radicalismo, que ahora sobrevuela al peronismo y amenaza extenderse por todos los rumbos del espectro político argentino.
La Capital fue testigo directo de las horas más críticas vividas por Rodríguez Saá, puesto que cuando se inició el cacerolazo, este corresponsal completaba los trámites preparatorios en el área de Prensa y Difusión para una entrevista que el presidente iba a conceder el sábado, a las 9.30, a los principales diarios del interior del país. Para entonces, las pantallas de los televisores instalados en la Sala de Periodistas del primer piso ya anunciaban el inicio del cacerolazo convocado desde la mañana por varias radios, canales de cable, e-mail y el boca a boca. Otros monitores, los del circuito cerrado de televisión que posee la Casa Militar, empezaban a calcular la cantidad de manifestantes.
El ruido del acero inoxidable, los bocinazos y el griterío fueron elevando los decibeles y los móviles en vivo de la TV empezaron a causar escozor en la Secretaría General. Cerca de las 11, Grosso fue a ofrecer su renuncia al despacho de Lusquiños, adonde encontró al secretario de Inteligencia del Estado, Carlos Sargnese: el cuarto vértice del poder puntano junto al presidente, su hermano Alberto y Lusquiños.
El presidente tomó nota de la novedad y se retiró hacia Olivos. El trámite de la aceptación quedaría en manos de sus colaboradores inmediatos. Todos estaban de acuerdo en que mientras la clase media urbana no pueda disponer de sus fondos libremente, deberá entregar uno tras otro a funcionarios que se hallen a tiro de cacerolazos. Se preguntaban, por ejemplo, por qué los manifestantes no canalizaban su bronca hacia los bancos que no devuelven el dinero o imponen largas filas a jubilados y pensionados.
De todos modos, un Grosso sereno, caminando rápido por los pasillos del primer piso, dijo a La Capital: "Presenté la renuncia para distender la situación". Ya empezaban a circular los rumores de renuncias masivas cuando estalló la violencia frente a Balcarce 50, la entrada principal de la Casa de Gobierno, cuyas puertas cerradas de vidrio protegidos por barrotes fueron ocupados por jóvenes que treparon por las rejas y empezaron a presionar. En el interior, policías y soldados se preparaban.
Con orden de desalojar impartida por el jefe de Seguridad, Grosso logró abandonar la Casa de Gobierno en el auto de un comisario.


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