Año CXXXV
 Nº 49.342
Rosario,
jueves  27 de
diciembre de 2001
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cartas
En nombre de los niños con hambre

Les escribo porque me duele y arde el estómago vacío, tengo mis huesos detenidos en su crecimiento, los ojos hundidos y vencidos, el pelo despigmentado y raído, los dientes cariados, casi transparentes, las papilas gustativas, que cambian cada semana, inutilizadas, la sangre clara, la piel desecada, el cerebro encogido, el hígado degenerado, el comportamiento alterado por falta de triptofano, el hipotálamo encendido, el cerebro desnutrido y lo más grave: la esperanza minada por la desconfianza. Cuando los abuelos de nuestros abuelos comenzaron a cultivar la tierra y criar animales en lugares cercanos a sus viviendas, votaron jefes para organizarse y ayudar a las familias a nutrir a sus hijos e intentar vivir como seres pacíficos. Inventaron leyes y enormes murallas rodeadas de fosos para defender al pueblo de los enemigos externos. Después progresaron y desarrollaron los "Estados". Desde aquellos tiempos, que los arqueólogos llamaron Neolítico, hasta hoy, todos los niños necesitamos lo mismo: "Alimentarnos" de amor, normas y proteínas para sentirnos vivos y protegidos. Dice mi abuelo que aunque el capitán de un barco coma en el mejor lugar y el más rico manjar, cuando sospecha su hundimiento intenta amparar hasta al último animal antes de salvarse a sí mismo. No es moral ni ético escapar primero. Es Navidad y los observo preparando banquetes, vestimentas y adornando sus viviendas, por eso les escribo y hago llegar la leyenda que dejaron los abuelos germanos, es poética y transporta una moraleja. En el atardecer de un crudo invierno, un niño pequeño y hambriento golpeó en la casa de un leñador y pidió protección. El y su esposa, lo asistieron con ternura, compartieron techo, lecho y alimentos. Cuando llegó la noche, el niño colmado de amor se convirtió en ángel y para agradecer a sus anfitriones, tomó una rama de pino y la sembró... El buen hombre y su mujer la cuidaron hasta que se hizo árbol y cosecharon frutos maravillosos. Los adultos inteligentes cuidan y protegen la infancia, porque justamente en ella se encuentra la simiente del carozo de la vida que crece y enriquece.
Mirta Guelman de Javkin


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