| | Editorial Víctimas de la sinrazón
| El país ha atravesado, y continúa haciéndolo, jornadas dramáticas. Los hechos de violencia que jalonaron el espiral que culminó con la renuncia del presidente Fernando de la Rúa son de público dominio, y no dejan margen para otra cosa que la consternación y la autocrítica. Severa responsabilidad les cabe a quienes tuvieron en sus manos la tarea de reprimir las masivas manifestaciones de estos últimos días. También, claro, una parte de culpa les toca a quienes se aprovecharon de la grave crisis que sacude a la Nación para intentar imponer una dinámica agresiva, basada en el ejercicio de la prepotencia, con fines que aún permanecen en la sombra. Pero es sobre aquellos en quienes recaía, en última instancia, el manejo de los poderosos resortes del Estado donde se debería hacer foco a la dura hora de los cuestionamientos. Las víctimas fatales son numerosas y, si es que tal adjetivo puede emplearse, innecesarias. Y hasta un periodista de este diario sufrió las consecuencias de semejante nivel de sinrazón, instalado en la República sin que casi nadie se ocupara de enfrentarlo. Claudio Berón, cronista de La Capital, se hallaba anteayer cubriendo la acción de un piquete que reclamaba alimentos en la zona de bulevar Avellaneda al 3000, que era, por entonces, un auténtico polvorín. En momentos en que recababa información, dialogando con un grupo de vecinos, una bala perdida impactó en su espalda a menos de un centímetro de la columna vertebral. Si es que corresponde la utilización de la terminología, fue en verdad por milagro -o por azar- que Berón no padeció consecuencias muchísimo más graves que las sufridas. En estos momentos, después del grave sobresalto experimentado, continúa su recuperación en un sanatorio rosarino. Lo que le sucedió al periodista de La Capital no puede, ni debe, ser calificado de casual. Los riesgos inherentes al oficio de informar se relacionan con la exposición física, directa o indirecta, en numerosas ocasiones. En estas dos últimas jornadas, cuando la furia colectiva arreciaba y la represión se tornaba cruenta, pudo apreciarse el coraje de quienes, en esos momentos, cámara, micrófono o grabador en mano daban cuenta de lo que sucedía con mayor o menor grado de brillantez o eficacia, diferencias -al cabo- humanas. Claro que eso, en tales momentos, carecía de importancia. Y, en cambio, adquiría enorme valor la mera permanencia en medio de tan comprometidas situaciones a fin de cumplir, apasionadamente, con la sagrada misión de informar. Esta columna editorial no pretende situarse en ningún territorio limítrofe con la vanidad, sino -sencillamente- expresar un reconocimiento para todos aquellos que cumplieron con su trabajo. Y recordar a la sociedad, pero fundamentalmente a sus conductores políticos, que la protección y la solidaridad hacia los hombres de prensa se vincula con el nivel de salud del que pueda hacer gala una democracia.
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