Llueve en París. Llueve sobre Saint-Germain-des-Prés y sobre la torre de la románica iglesia que acabamos de visitar. Es una lluvia mansa que por instantes arrecia y se desliza por los toldos de los cafés. Eludiendo la movediza techumbre de paraguas remontamos la arteria más importante del distrito: el boulevar Saint-Germain. Lo colman restaurantes, galerías, boutiques, pequeños pubs, salones de té...Y lo cruzan algunas calles estrechas, a la medida de los sempiternos flaneurs que las recorren. Pasamos el café de Flore, enfrentado a su eterno rival: Les Deux Magote, y poco más adelante se muestra Lipp, la renombrada brasserie.
Por un momento, a través de la delgada cortina de agua, tras los cristales del café de Flore, nos parece reconocer los rostros borrosos de cierta pareja. El, poco agraciado, grueso y bajo, lleva lentes de armazón metálico y cuando levanta la vista se advierte el desvío de su ojo derecho. ¿Ese rostro no pertenece a Jean Paul Sartre? Sí, creemos no equivocarnos, y ella no puede ser otra que Simone de Beauvoir; no es bonita pero tiene las facciones de una mujer inteligente, reconcentrada, de carácter duro y muy segura de sí misma. Frente a ellos se ven -o creemos ver- dos copas casi vacías y algunos manuscritos. El habla y Simone le escucha con gran atención. Impactados por aquella ilusoria visión y pese a la llovizna acortamos el paso para recordar mejor. Ambos creyeron que con sus libros y manifiestos podrían crear un mundo nuevo, tal vez un hombre nuevo. Una juventud idealista, como todas las juventudes, habría de entusiasmarse con el existencialismo recreado por Sartre. Sus ideas pusieron en las caves de Sain Germain un pintoresco telón de fondo, cuando no un pretexto para el ocio vulgar: allí hay música, baile, poesía, amor y muy poco dinero. Casi al llegar el día los jóvenes habitués volverán rendidos y ojerosos a sus lugares de descanso.
Viven de noche y duermen de día cuando los demás trabajan. Pero el paso del tiempo se encargará de extinguir el entusiasmo y la rebeldía de estos jóvenes trasnochadores que juegan a la bohemia. Paulatinamente, muchachas y muchachos de ensueños tan abundantes como sus largas cabelleras, se transformarán en burgueses pesados, cachazudos y cómodos. Y con la aparición de estos desilusionados y complacientes personajes surgirá un nuevo y comercializado Saint Germain. Melancólicas canciones evocarán después el Saint Germain de las caves que no habrá de retornar.
La iglesia más antigua
Proseguimos nuestro camino a buen paso. Al llegar a la ruede de l'Ancienne-Comedie, sobre la misma, muy cercano, aparece Le Procope. Porque el faubourg no sólo alberga la más antigua iglesia de París sino también su café más antiguo, convertido ahora, como su insignia lo proclama, en restaurante-café. A ambos lados de la fachada, sobre sendos medallones de mármol, empotrados en el muro, están las referencias que explican su fama. Aquí, Procopio dei Coltelli fundó en 1685 el más antiguo café de Europa y el más célebre centro de la vida literaria y filosófica de los siglos XVIII y XIX. Fue frecuentado por Lafontaine, Voltaire, los enciclopedistas, Benjamín Franklin, Danton, Marat, Roberpierre, Napoleón, Balzac, Víctor Hugo, Gambetta, Verlaine, Anatole France...
La actual clientela del Procope es muy otra: lo frecuentan burócratas y pacíficos burgueses. Pero los fantasmas del famoso café siguen allí. Son ellos los que han hecho del Procope lo que seguramente seguirá siendo: un rincón insoslayable entre los mil encantos de París.
Dejamos el café y proseguimos nuestro camino, ya próximo el mediodía. La lluvia ha cesado y los rayos del sol que se filtran tímidamente entre los plátanos ponen manchas doradas sobre el pavimento húmedo y resbaladizo. En una y otra acera seguimos viendo restaurantes, salas de espectáculos, tiendas, galerías de arte...Tras unos minutos de marcha llegamos al bulevar Sain Michel que une el viejo barrio de Saint Germain con el no menos antiguo barrio latino. Por hoy será el final de nuestro recorrido. Emplazada en el cruce de ambos bulevares contemplamos una vez más la bellísima abadía de Cluny en su sereno jardín, envuelto siempre en una atmósfera medieval, sutil y extraña.