Año CXXXV
 Nº 49.322
Rosario,
jueves  06 de
diciembre de 2001
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Reflexiones
La procesión de Osvaldo Díaz

Jorge Salum

El ya es parte de los Tribunales, como un juez, un empleado o un mobiliario. Muchos en la gran manzana judicial lo conocen, sobre todo en los pasillos de los juzgados penales. Llega cada día en bicicleta, desde el barrio 7 de Septiembre, y se dirige siempre al mismo sitio. Allí pasa horas enteras, sin embromarle la vida a nadie, parado frente a un juzgado, acodado en la mesa de entradas. Sólo va para decir que está, para recordar y hacer recordar que hubo un crimen, para hacer entender a todos que él y Susana, su mujer, necesitan justicia para volver a vivir en paz.
Osvaldo tiene 46 años, pero aparenta algunos más. Se nota en su rostro a veces mal afeitado y en su cuerpo menudo que es un hombre gastado. Gastado por la espera y por la ausencia. Gastado por algo parecido al dolor y también por la pelea diaria.
Pero él igual va, todos los días, a los Tribunales. Va para marcar presencia, para esperar respuestas, a veces para hablar con el juez y siempre, eso sí, va para decir que está.
A Osvaldo no se le ocurrió manera más pacífica de presionar en buen sentido, de peticionar ante las autoridades. Con su cuerpo, con su presencia, con su militante trajín diario.
Osvaldo vive como puede. Trabaja cuando hay trabajo y deja de hacerlo cuando no hay. De parrillero, trabaja Osvaldo. Pero conceptualmente es un hombre desocupado, un hombre que apenas sobrevive. Con dignidad, eso sí, pero con muy poco más.
Hace casi 3 años que Osvaldo va todos los días a los Tribunales. Hace casi 3 años que mataron a su hijo Mariano. Hace casi 3 años que no se sabe quién lo hizo, ni por qué, y que las preguntas
-muchas, de a montones- lo carcomen, lo envejecen, lo doblan.
Sólo sabe que alguien asfixió al chico en una pileta y después lo remató con un tiro en la frente.
Mariano tenía 13 años. Cuando aún vivía, Osvaldo no se daba cuenta, pero Mariano vivía en la calle. Quizás todavía no se dio cuenta, pero ahora no deja de pensar en los asesinos y necesita que alguien castigue a quienes lo mataron y lo tiraron en un camino de tierra, cerca del cementerio de Funes. Vaya paradoja.
Todos los días, cuando vuelve de los Tribunales, Osvaldo debe enfrentar la misma mirada triste y desesperanzada de Susana. Pero él no se rinde y al día siguiente regresa. Y otra vez se enfrenta a la misma mirada al cruzar el umbral de su casa. Y la rueda no se detiene nunca, hace ya casi 3 largos años.
Es un buen tipo, Osvaldo. Todos en los Tribunales lo saben. Un buen tipo que sólo quiere justicia. Y justicia, en este caso, se traduce de una manera sencilla: que los asesinos de Mariano vayan a la cárcel y no que sigan por ahí, camuflados como buenos vecinos, mezclados entre la gente común y corriente.
Osvaldo Díaz, que va todos los días a los Tribunales, no busca otra cosa. El sabe mejor que nadie que ya nada le devolverá a Mariano. Ni siquiera el hecho de ir todos los días, como en una procesión, a los Tribunales. Para pedir castigo a los culpables.


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