Año CXXXV
 Nº 49.319
Rosario,
lunes  03 de
diciembre de 2001
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Reflexiones
El olor

Vicente Verdú (*)

Hasta ahora bastaba ver y sopesar los objetos. Algunos metales requerían también escuchar cómo sonaban al golpearlos, pero raramente las mercancías que no eran de comer se olían. De acuerdo a una novedosa circunstancia tecnológica, infinidad de aparatos nacidos en los últimos años despiden olores rarísimos que, sin embargo, hemos aceptado con demasiada docilidad, atribuyendo su peste a la indiscernible naturaleza de los materiales modernos. Incluso los coches nuevos que antes se caracterizaban por un aroma elegante llegan ahora con tufos insoportables que obligan pronto a airearlos o echarles un spray.
Todo esto, sin embargo, tiende a acabar. A fuerza de tener cada vez menos contacto con el prójimo y más intimidad con los objetos, las grandes marcas se han planteado muy seriamente dotar de una mayor sensualidad a sus productos. No basta con el diseño en un ordenador, ni las curvas sugestivas de un automóvil, ni la belleza de una página de publicidad. Ahora se cuida que, además de atraer otros sentidos, las cosas capten el sentido del olfato. Toyota ensaya desde hace meses con varios olores frutales para amenizar el interior de sus modelos, pero los impresores introducen perfumes de frambuesa en las manchas rojas y fragancia de menta en los trazos verdes. Igualmente, en Internet se hacen pruebas con depósitos de esencias para ser estimuladas en las comunicaciones a distancia, y el cine o la televisión no acabarán por ser perfectas hasta que no trasmitan la atmósfera de los lugares que recrean.
El olor es un sentido de segunda clase una vez que la vista se erigió en rey del conocimiento humano, pero la pituitaria, a diferencia de la información que otorga la pupila, llega hasta donde las otras indagaciones no pueden llegar. Gracias al olor sabemos íntimamente, y es la prueba, tras la apariencia, para decidir si algo lo tragamos o no. Ahora también servirá para tomar la determinación de si esto o aquello no comestible lo incorporamos a nuestras vidas. A más de una esposa se oye alabar a un marido, a quien no adora, declarando que, al menos, es limpio. Que no huele mal. Porque el buen olor es como un aura principal de los objetos que no nos matan ni nos quieren en principio mal.

(*) El País (Madrid)


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