Gracias a la generosidad de nuestra familia, instalada desde hace casi diez años en Ushuaia, tuvimos la oportunidad de conocer parajes de incomparable belleza y riquísima historia. Una madrugada de fines de otoño abordamos en el aeroparque Jorge Newbery un vuelo que nos llevó a destino a media mañana cuando los rayos de sol entre las nubes mostraban los picos nevados de los Andes. En el aeropuerto internacional, que fue visitado por el Concorde, una manga gigante perfectamente calefaccionada hizo que no nos diéramos cuenta en qué momento dejamos el avión. Minutos más tarde estábamos festejando el reencuentro con nuestros seres queridos. El trayecto hacia el alojamiento transcurrió entre la alegría de volver a vernos y el asombro por el panorama que se abría ante nuestros ojos. Nos hospedamos en un hotel similar a esas viejas posadas inglesas cercanas al mar que muestran las películas. Estaba totalmente pintado de azul y tenía pequeñas ventanas de madera y techo a dos aguas. En la calidez del comedor compartimos chocolate humeante, riquísimas tortas caseras y muchas charlas. La primera salida fue para conocer la ciudad. Como el hotel está ubicado sobre la calle principal, comenzamos desde allí un itinerario que nos permitió descubrir un conglomerado urbano de hermosa arquitectura en madera de lenga con techos a dos aguas y coloridos frentes entre pintorescos desniveles generados por la caprichosa topografía del lugar. Coquetos negocios ofrecen desde artesanías típicas hasta las más sofisticadas fragancias. Cálidos bares y confiterías hacen gala de la repostería artesanal mejor lograda. Caminamos por la avenida costanera (Maipú) y pudimos apreciar el canal de Beagle, en cuyas orillas se recuesta Ushuaia y los montes Martial a sus espaldas. Los rayos del sol iluminaban esta conjunción de agua, nieve, vegetación, montaña y glaciares, una creación digna del artista más imaginativo. Al día siguiente fuimos a conocer el histórico penal, hoy convertido en museo, que funcionó durante medio siglo y donde se filmó la película "La fuga". Cuentan que la instalación de la cárcel obedeció a la necesidad de poblar la zona. Esto fue precisamente lo que permitió el crecimiento de la ciudad. Todos los días los internos cortaban leña en el monte Susana, que luego era vendida para calentar los hogares del pueblo. Recorriendo los pabellones tuvimos la impresión de que el tiempo se detenía al observar en las paredes de las celdas testimonios de sus últimos ocupantes. Grandes figuras de cera reproducen a algunos de los penados y en las paredes pueden leerse datos biográficos. En otra ala visitamos el museo marítimo y nos contaron la historia de buscadores de oro y antiguos naufragios. Allí hay abundante material sobre los indios yámanas, selk y otras tribus que habitaron la zona antes de la llegada del hombre blanco. El guía relató que estos habitantes tenían la habilidad de hacer fuego sobre sus canoas de madera para calentarse sin que estas se incendiaran y andaban casi desnudos. Otra increíble sorpresa nos aguardaba. Accedimos al tren del fin del mundo en una pintoresca estación no muy alejada de la ciudad. Nos internamos en el Parque Nacional Tierra del Fuego en un recorrido sin desperdicio, entre montañas, bosques y turbales. También tuvimos la oportunidad de realizar una caminata por el parque descubriendo rincones maravillosos en donde sólo se escucha el trino de los pájaros y el tintineo de arroyos y cascadas. En ese momento nos concentramos en acondicionar los sentidos para que esa visión nunca se borre de nuestra memoria. Al día siguiente abordamos un confortable catamarán y pudimos concretar la increíble experiencia de navegar por el canal de Beagle. A medida que nos acercábamos al Faro del Fin del Mundo escuchábamos las historias de naufragios muy antiguos que relataba el guía. Los restos de los desafortunados barcos todavía se pueden observar flotando entre las rocas. La isla de Los Lobos y la de Los Pájaros se conjugan en el mar azul intenso salpicado de islotes y un oleaje furioso golpea las ventanas del catamarán generando en nosotros la extraña sensación de ser atraídos hacia el borde imaginario de la tierra. No quisimos abandonar Ushuaia sin conocer los centros de actividades invernales que permiten practicar esquí de fondo aún durante la noche, pero nuestra valentía no nos alcanzó para tanto. Sí nos animamos a realizar un paseo en trineo tirado por perros huskies en medio de un colorido bosque iluminado por el brillo del sol del atardecer. Uno queda embriagado entre tantas emociones y desea que el tiempo se detenga allí, pero lamentablemente hay que volver. El último punto de nuestro viaje fue la localidad de Tolhuin (corazón de la isla), donde sus pintorescas cabañas son usadas como sitios de fin de semana por los fueguinos. El recorrido incluyó el lago Fagnano, de singular belleza y paraíso de la pesca a juzgar por los ejemplares de truchas y salmones que nos mostraron orgullosos dos aficionados. Cuando advertimos que el regreso era inminente comenzamos a planificar un futuro viaje. Mientras nos despedíamos de nuestros familiares en el aeropuerto les pregunté ¿qué es esto, el fin o el principio del mundo? Hemos vuelto a la rutina cotidiana y hoy creo que Ushuaia es el fin del mundo porque la geografía la sitúa como la ciudad más austral del planeta, pero tanto derroche de maravillas ha hecho allí la naturaleza que no me cabe duda que es la cuna de la vida. Myriam Saporito de Savia
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