Era una soleada mañana primaveral cuando salimos del puerto de Sorrento, una pintura inolvidable sobre el mar Tirreno. El destino de nuestro breve viaje era la isla de Capri. Llegamos en tan sólo 15 minutos de navegación, bajamos de la lancha y en un autobús comenzamos a subir por un camino sinuoso hasta llegar a Anacapri, la zona alta de la isla, con vistas panorámicas bellísimas: todo el sol y el azul del Mediterráneo estaban frente a nosotros. Cuando nos desprendimos de aquellas imágenes, descendimos al puerto de Capri para tomar otra lancha que nos llevaría a dar una vuelta alrededor de la isla. En este paseo conocimos los sitios más coloridos y espectaculares que encierra, como la famosa Gruta Azul, a la que se entra en canoas pequeñas y en grupos reducidos. El iridiscente azul-celeste hiere los ojos asombrados de los turistas que no alcanzamos a comprender ese incríble reflejo del agua dentro de la gruta. Son unos pocos minutos, pero de inolvidable maravilla. Continuamos el paseo hacia otras grutas también magníficas, como la de las estalactitas, la verde esmeralda y la de los corales, pasando por los altos farallones que son el emblema de Capri en la mayoría de las postales. De regreso al puerto accedimos al centro de la isla en un pintoresco funicular. Allí están los hoteles, los bares y restaurantes, las coquetas boutiques y toda clase de negocios, distribuidos por callecitas tortuosas y empedradas, donde es posible realizar placenteras caminatas por senderos que siempre llevan a algún mirador. Era el mes de mayo, plena primavera europea, y las flores multicolores asomaban por doquier, embelleciendo aún más el paisaje e impregnando el aire de suaves aromas. Con la caída del sol se fueron encendiendo las luces en esta isla rocosa y, pintada la noche, miles de "estrellas" brillaron y le hicieron guiños a las del cielo. Me quedé extasiada contemplando esa noche única, mientras una pregunta flotaba en la serenidad de la bella Capri: ¿será así el paraíso? Liliana Savignano
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