| | Editorial Vísperas de guerra
| El mundo se encuentra al borde de una conflagración de consecuencias imprevisibles. Los atroces atentados cometidos en Nueva York y Washington, que inauguraron una nueva era en la historia y abrieron senderos que aún no habían sido transitados en el terreno de la barbarie, han puesto a la principal potencia del globo -los Estados Unidos de América- frente a una disyuntiva de hierro: es que su poder mismo fue relativizado e incluso ridiculizado. Una represalia armada, en procura de castigar ejemplarmente a los culpables del horror, se vislumbra como inevitable. El propio pueblo norteamericano la exige. Pero de las características de esa acción militar punitiva dependen muchas más cosas de las que podría creerse. Y acaso esa misma complejidad sea la que esté demorando la decisión de los EEUU. El hecho de tener que enfrentar a un enemigo tan feroz como dispuesto a todo coloca a la supuestamente todopoderosa nación ante un duro desafío, del que salir victoriosa podría significar el pago de un precio intolerablemente alto. Ocurre que invadir Afganistán -al parecer, de eso se trata- no constituiría precisamente un paseo por el campo. El escabroso terreno, plagado de desiertos y cadenas montañosas, en las cuales existen infinitas cuevas aptas para refugiarse, sumado al entrenamiento en táctica de guerra de guerrillas que posee el ejército talibán (paradójicamente, preparado por la CIA para enfrentar a los soviéticos en la pasada década de los ochenta), tornarían una incursión terrestre en una operación de elevado riesgo. Mientras tanto, los expertos no se cansan de decir que los bombardeos aéreos masivos, tan eficaces en la guerra del Golfo, serían, en este caso, virtualmente inútiles. Esto, por cierto, sin tomar en cuenta los atentados kamikaze que potencialmente se perpetrarían en cada lugar del mundo donde exista un aliado de los Estados Unidos, posibilidad que -tal como trágicamente lo demuestran los ataques a la embajada de Israel y a la Amia- sin dudas también incluye a la Argentina. Pero la cuestión de fondo, sin embargo, parece ser otra. Porque la pregunta inevitable es si la guerra podrá en realidad extirpar el flagelo terrorista o se convertirá, apenas, en otra masacre sin sentido, cuyas principales víctimas serán -como en las Torres Gemelas- tan sólo civiles inocentes, mujeres y niños incluidos. El dilema sustancial, por ende, como cada vez que se alude a la guerra, es ético, más que militar, político o religioso. Sin embargo, el mecanismo ya se ha puesto en marcha y todo indica que no se detendrá. Sólo el futuro podrá develar si reporta beneficios que emparejen a los daños.
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