| | Editorial La calidad del diálogo
| El ardoroso debate abierto en relación con el destino de la tradicional capilla Cristo Rey, del barrio de Fisherton, parece haberse corrido hacia territorios demasiado ásperos. La diferencia de criterio entre quienes postulan que no debe modificarse la actual fisonomía del antiguo edificio, al que ven como un enclave fundamental en la geografía de la zona, y aquellos que privilegian la ampliación del espacio físico para que los feligreses puedan asistir con mayor comodidad a las ceremonias religiosas no es, en efecto, pequeña. Sin embargo, tanto una como la otra parte han protagonizado, en los últimos tiempos, un impensado y nada elogiable ascenso en el nivel de decibeles de la polémica. Y acaso sea esto lo verdaderamente preocupante. No está el país, y mucho menos la ciudad, atravesando un momento floreciente en el aspecto económico. Por el contrario: los prolongados efectos de la recesión han sumido a mucha gente -nada novedoso- en una situación no lejana a lo desesperante. Y es en ese marco que la ríspida discusión entablada se torna peligrosamente ajena al entorno, que asiste -con sorpresa y a veces hasta con estupor- al intercambio de conceptos demasiado duros, ajenos a la normal convivencia democrática. Y no es que se le quite legitimidad ni importancia al disenso que se plantea. Ya se afirmó con antelación en esta columna que los argumentos de ambos sectores tenían rasgos altamente atendibles y se sugirió la búsqueda de una solución intermedia -desde la sólida base que constituye el consenso- para que, de manera simultánea, se respetara la integridad del patrimonio histórico de la ciudad y se atendiera la necesidad de mayor espacio para los numerosos practicantes de la fe católica. Sin embargo, lo que sucede en los hechos dista de asemejarse a un civilizado intercambio de opiniones entre ciudadanos cultos. En fin: en el presente contexto de grave crisis, debería recordarse que lo que se discute no es precisamente la distribución de alimentos entre carenciados, ni el reparto de planes de trabajo entre desocupados crónicos. Se trata de una cuestión trascendente, por cierto, pero cuya importancia no se relaciona con el ámbito de lo concreto, sino con el plano de lo simbólico. Razón por la cual resultaría sumamente gratificante que el debate suscitado encontrara canales más apropiados para plasmarse. Es responsabilidad y hasta deber de quienes opinan el mejorar la hasta ahora mala calidad del diálogo.
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