| | Reflexiones Apartamentos
| Clara Sánchez (*)
Nunca se sabe lo que puede uno encontrarse en los apartamentos de verano alquilados, por esa manía del ser humano de ir dejando su huella allí por donde pasa. Un pariente del sultán de Brunei, por ejemplo, se olvidó en uno de ellos unos grifos de oro macizo, y quien los encontró los regaló porque era un coñazo que se le llenara la bañera de petróleo cada vez que los abría. El agraciado, que se limita a contemplar a solas cómo refulgen sobre el alicatado de mármol, no se atreve a enseñarlos porque podrían ser algo así como los cuadros robados de Esther Koplowitz, que no pueden ser vendidos, ni mostrados. Sin embargo, algunos se encuentran artículos realmente útiles, como un amigo mío que se ha confeccionado un peluquín de primera con un manojo de cabellos de un señor al que su dermatólogo había aconsejado que, si quería conservarlos, los fuera guardando en una caja, que su arisca esposa dejó oculta en el fondo de un armario. Se podría montar un museo antropológico con todas las cosas, ideas y emociones que la gente extravía por la vida. Desde botes de Nescafé a medio consumir a biblias o cajas de condones tan de diseño que dan ganas de guardarlas para hacer algún regalo. Sin ir más lejos, me cuenta un vecino que en la primera quincena de agosto se encaprichó de un cojín de plumas de ganso que adornaba el apartamento y se lo llevó a casa para echar la siesta, pero en cuanto ponía la cabeza sobre él empezaban a atormentarle pensamientos del tipo fiebre aftosa, legionela, Lipobay, como si allí hubiera reposado la mente de cierta ministra, por lo que se dedicó durante la segunda quincena a vagar y emborracharse por las noches tratando de olvidar tales pensamientos, que no eran suyos, y preguntándose que, si ahora los tenía él, en qué estaría pensando ella. Hasta que, por fortuna, en un repaso de revistas atrasadas, tan rutinario como los bombardeos a Irak de Bush, apareció ante sus ojos un revelador titular: el Big Bang no existió, y lo vio todo claro. Lo que me hace llegar a la filosófica conclusión de que somos lo que olvidamos y perdemos. Aunque nunca imaginé que ni el más vil asesino pudiera abandonar un juguete para que vaciara la mirada de un niño. (*) El Pais (Madrid)
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