Año CXXXIV
 Nº 49.223
Rosario,
miércoles  29 de
agosto de 2001
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La medicina como ejercicio del poder

Aristóteles decía que todos los conocimientos se podían resumir en dos saberes, según su utilización: el saber de servicio y el saber de poder. La medicina no escapa a este concepto habiendo engendrado tantos servidores de la humanidad (léase Schweitzer) como cómplices del poder (léase Mengele), según se haya colocado al lado de los dominados o de los dominantes.
Eduardo Menéndez ha descripto un modelo médico biologista, individualista, pragmático y ahistórico que al articularse con los sectores sociales dominantes se incorpora protagónicamente a los saberes y prácticas hegemónicas del poder en sus procesos de producción y reproducción.
De allí la medicina se apropia, más bien expropia la salud en términos de beneficio para unos pocos dominantes más que para el bienestar de los muchos dominados, legitimando el control de aquellos sobre éstos; en el caso del sida esta situación se hace patente.
Entiendo que es menester que como médicos, a partir de nuestra práctica, internalicemos críticamente lo social en los pacientes en oposición a la externalización social de la medicina clásica. Que visualicemos la cultura en la medicina más que la medicina de la cultura, esto es, ponderar, medir, la influencia de las pautas culturales en nuestra práctica, desde esas redes del poder hegemonizadas en y por un positivismo cientificista.
Es preciso darnos cuenta cómo somos utilizados en nombre de ese positivismo por la "nomenklatura" médica, convirtiéndonos en aliados inconscientes (lo que puede desculpabilizarnos, pero no desresponsabilizarnos) de la "medicalización de la vida".
Esta situación en la atención del paciente crítico tiene relevancia sobre quiénes son los más beneficiados por la alta tecnología, ya sea diagnóstica o terapéutica, en qué casos su resultado es el bienestar del paciente y en cuáles es la ganancia de la tecnocracia.
Relación médico-paciente
Como médicos no tenemos con el paciente más derechos que los que él nos da y arrogarnos otros es ejercer el poder sobre el paciente por mejor intencionados que estemos. Llevados por la buena intención de mejorar algunos parámetros biológicos ejercemos a la postre un control tal sobre el paciente que "medicalizamos" su vida, posponiendo sus propios proyectos a nuestros objetivos terapéuticos y allí es cuando "enfermamos curando".
Hay expresiones jergales en medicina que ejemplifican lo que intento transmitir: "manejo del paciente anúrico"; "no me coma dulces" le indicamos a un enfermo diabético; "se me murió el paciente de la cama 5", decimos en un pase de guardia.
Debo confesar que en más de una ocasión este poder lo he ejercido en las llamadas "inversiones en la relación de servicio", cuando, por ejemplo, pudiendo dar de alta a un paciente un viernes, lo dejaba internado hasta el lunes, para que la nueva rotación de estudiantes pudiera ver ese "caso interesante"; en vez de poner la docencia al servicio del enfermo había puesto a éste al servicio de la docencia y lo que es más grave aún le había sustraído de su vida un fin de semana con su familia o sus amigos, que como hecho afectivo jamás se lo podía recompensar.

El paciente grave
En la atención del paciente grave a los derechos del enfermo ya mencionados debe agregarse el derecho a una muerte digna entendiendo como tal a aquella sin dolor, con lucidez para la toma de decisiones y con capacidad para recibir y dar afectos. Desafortunadamente, el poder que ejercemos sobre el paciente sumado a una educación médica triunfalista que ve en la muerte solamente el fracaso de la medicina, nos lleva a veces una suerte de "ensañamiento terapéutico" prolongando una agonía y lo que es más grave negando la posibilidad a ese enfermo de una muerte digna en compañía de sus seres queridos, situación denominada "distanasia" y resultante de una irracionalidad en el uso de los recursos tecnológicos.
Esta sociedad de comportamiento tan dual que por un lado le niega a un niño ver a su abuelo muerto y por otro lo ofrece "video games" donde le enseña a matar, ha desritualizado la muerte, la ha desimbolizado, la ha extrañado de su contexto cultural no teniendo en cuenta que la muerte siempre es un hecho social.

Ya no hay nada que hacer
Típica frase con que nos dirigimos a los familiares de un enfermo cuya muerte es ineluctable. Deberíamos decir: "ya no hay nada que tratar", porque en realidad hay mucho todavía por hacer, más aun, es cuando más podemos hacer.
Frente a esta deshumanizada situación no es en los recursos tecnológicos que encontraremos una salida aceptable, más bien ellos son parte del problema; existen otros recursos invalorables por su eficacia y por su disponibilidad: me estoy refiriendo al efecto "sanador" de nuestra palabra, de nuestras manos y de nuestra propia presencia.
Herederos del dualismo cartesiano mente y cuerpo, nos constituimos en "plomeros del cuerpo" antes que médicos de la persona; ésta necesita algo más que remedios y aparatos, nos necesita a nosotros como persona-médico y en esta relación la palabra es fundamental; pero, ¿qué decirle a un paciente en esas circunstancias? Siempre con un mensaje de esperanza, las palabras serán un bálsamo. Pero a veces las palabras no alcanzan, entonces están nuestras manos.
El efecto sanador de nuestra propia presencia, que el paciente "sienta" que estamos a su lado, que vibramos en ese encuentro irrepetible de persona-persona, que estamos en su misma "sintonía corporal". Entonces, ayudando así a bien morir nos estamos ayudando a bien vivir.
Francisco Maglio
Fuente: Revista Argentina
de Clínica Neuropsiquiátrica



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