Año CXXXIV
 Nº 49.220
Rosario,
domingo  26 de
agosto de 2001
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Cualquier vacilación puede ser la chispa que encienda la pólvora
La sustentabilidad de la Argentina
El presidente tiene que acelerar los tiempos para que el providencial salvataje no le estalle en el rostro

Antonio I. Margariti

Cuando los funcionarios norteamericanos recibieron el desaforado pedido de auxilio por parte de Argentina no alcanzaban a entender porqué un país que tiene de todo, se encontraba postrado y hundido en el pozo de la depresión. Podemos imaginar la patética escena donde nuestro viceministro de economía Daniel Marx, persona de indiscutible profesionalidad pero dotado de un carácter mórbido, presentaba planillas y planillas repletas de cifras que no significaban nada para la mirada adusta y escrutadora del secretario del Tesoro Paul O'Neill.
Este recio descendiente de irlandeses ya le había advertido que no estaba dispuesto a que los plomeros y carpinteros americanos, que trabajan duramente para ganarse el pan, tuvieran que pagar impuestos para que algunos políticos argentinos siguieran gastando alegremente su dinero. Pero fue el propio presidente Bush quien brindó la más precisa y contundente palabra para describir nuestra situación: la falta de sustentabilidad. Ser sustentable significa tener algo digno de ser defendido o sostenido para que no se caiga. Y de allí la pregunta fatal que nos llenó de zozobras ¿en estas condiciones es acaso sustentable la Argentina?
Hace tiempo que son muchos los ciudadanos convencidos de que las instituciones surgidas del pacto de Olivos y las actuales prácticas políticas no merecen ser sostenidas y mejor sería que se caigan. Por eso muchos dudaron de la sustentabilidad de Argentina y entre el 28 de febrero de este año y el 16 de agosto retiraron depósitos bancarios equivalentes al 9,4% del producto bruto, en una demostración de desconfianza global única en el mundo porque no estaba dirigida hacia los bancos sino contra las autoridades políticas.

El teatro de operaciones
Desde abril de 1991, al establecerse la convertibilidad, el gobierno argentino no pudo utilizar más la impresión de moneda para financiar sus gastos públicos. En consecuencia le quedaron reservadas dos facultades igualmente peligrosas y capaces de destruir la riqueza producida: la facultad de aplicar impuestos y la facultad de endeudarse por cuenta ajena. Como este poder no tiene límites, a partir de 1991 se lanzó una frenética carrera para financiar con esos medios un gasto público extravagante que en diez años duplicó su monto.
La vapuleada convertibilidad sirvió para exhibir ante los ojos incrédulos de los argentinos que el gasto público estaba siendo subsidiado por los que trabajan, por los que crean riquezas y mantienen un estilo de vida austero, mientras que quienes forman parte del sector público viven en un jolgorio constante.
A pesar de que la recaudación impositiva aumentó tanto como el aumento del gasto público, los déficits ocultos se seguían maquillando. Pero cuando saltaron a la luz, de pronto el espectro sano del país comenzó a darse cuenta de que los políticos mejoraban constantemente su nivel de vida, que los sueldos de la administración pública eran superiores a los del sector privado, que en las reparticiones estatales pululan miles de ñoquis, que los empleados públicos gozan de una estabilidad que nadie tiene, que su esfuerzo laboral es sensiblemente menor al de cualquier obrero o empleado privado. Entonces comprendimos que todos ellos vivían a costa del esfuerzo ajeno y que no tenían límites en sus pretensiones porque ellos hacían las leyes y conservaban el monopolio de la fuerza para hacerlas cumplir. Así se fue generando una paulatina resistencia frente a esta situación y quedaron perfectamente limitados los campos adversarios: una clase política insaciable en sus privilegios, dispuesta a imponerlos y una sociedad civil empobrecida y abandonada a su suerte.
La clase política, que requería ingentes sumas de dinero, no dejaba de incursionar sobre la sociedad civil para conseguirlo. Sus fuerzas operativas de tareas estaban a cargo de los ministros de economía que dejaron de gobernar para la sociedad civil y se dedicaron exclusivamente a incautar recursos para financiar las apetencias del sector público, llegando a utilizar indiscutibles medidas bélicas. Muy pocos se acuerdan del desagio de Juan Vital Sourrouille que significó borrón y cuenta nueva para muchos créditos legítimamente adquiridos.
Algunos recuerdan la auténtica confiscación de bienes que significó el plan Bonex cuando el gobierno menemista se apoderó de los depósitos bancarios. Otros debieron soportar el decomiso patrimonial que provocaron los impuestos distorsivos de Roque Fernández basados en ridículas presunciones. Muchos soportaron la intervención manu militari de Domingo Cavallo cuando violó el derecho de propiedad privada de las cuentas bancarias y sin autorización de sus titulares comenzó a apropiarse de un porcentaje creciente, escudado en lo que llamó impuesto a las transacciones bancarias. Y ahora la totalidad de los argentinos temieron que con la pérdida del crédito público el gobierno no iba a trepidar en incautarse los depósitos bancarios, producir una devaluación seguida de la dolarización o congelar los saldos para financiar sus extravagantes déficits.
Frente al incontenible avance de un agresor fiscal que requisaba activos legítimos, la sociedad civil respondió con la táctica de tierra arrasada, típica de un estado de guerra interna. Porque el salvaje retiro de depósitos bancarios por 16 mil millones de dólares durante julio y agosto no fue otra cosa más que la táctica de no dejar nada al alcance de la mano del ejército agresor.

La guerra civil implícita
En este contexto la Argentina está sumergida en una especie de guerra civil implícita, encubierta pero real, entre la clase política y la sociedad civil. Este fenómeno de guerra civil implícita es el único esquema que permite explicar lo que los funcionarios norteamericanos no alcanzan a entender. Los argentinos de clase media, con saldos medios de 15.000 pesos, produjeron un feroz retiro de dinero bancario, que no conoce igual en el mundo entero, sin que se hubiese presentado ni un sólo incidente en las ventanillas de los bancos.
Como en toda guerra civil, esta lucha no termina en armisticio sino en la rendición incondicional de uno de los dos bandos. Ciertos analistas señalan que el triunfo de la clase política aplastando a la sociedad civil significaría la cubanización de Argentina a través del default y la devaluación, es decir la repetición del mismo fenómeno económico que sucedió cuando el desplome de la Unión Soviética impidió el financiamiento de Cuba y su producto bruto cayó un 20%. Pero la rendición incondicional de la clase política sin el proyecto de una nueva república podría implicar la caída en una anarquía propicia para que se encarame un dictador de imprevisible ideología.
Ese el teatro de operaciones donde se desarrollan los acontecimientos y que el presidente De la Rúa está obligado a desmantelar. El martes pasado apareció en las pantallas televisivas con el mismo triunfalismo injustificado que exhibió cuando el blindaje y el megacanje, explicando que con este acuerdo el país salía de la incertidumbre y comenzaba alegremente la recuperación económica, porque confiaban en nosotros (?).
El presidente no tiene derecho a enmascarar la realidad porque no le queda mucho tiempo por delante. Si no impone su liderazgo para lograr el déficit cero, este salvataje providencial le estallará en el rostro. Como le dijo el secretario del tesoro Paul O'Neill, Argentina no necesita dinero sino inteligencia y si esa inteligencia no la encuentra entre la clase política, debe animarse a pedirla afuera: a la Iglesia, a las Academias Nacionales y a los hombres sabios que todavía viven entre nosotros. Con el fruto de la inteligencia, el presidente tiene que acelerar los tiempos y encarar las condiciones que juiciosamente nos han impuesto los organismos internacionales de crédito:
1º Reforma constitucional y administrativa del Estado.
2º Reducción del costo de la política.
3º Reforma integral del sistema impositivo y la coparticipación federal.
4º Recompra de la deuda por los mecanismos del mercado para abaratar su costo.
5º Reforzamiento del sistema bancario depredado por las medidas adoptadas en los últimos meses.
Cualquier duda, vacilación, cálculo político, tácticas dilatorias o extravagancia publicitaria por parte de Fernando De la Rúa pueden permitir el chispazo que encienda la pólvora y estalle en mil pedazos esta última oportunidad que generosamente nos han brindado las naciones más importantes del mundo. Si no lo hace, Dios y la Patria se lo demandarán.


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