Pablo Díaz de Brito
A principios de julio de 1995, la guerra en la ex Yugoslavia se encaminaba hacia su más trágico paroxismo, luego de cuatro años de violencia. Los hombres del comandante serbobosnio Ratko Mladic bombardearon y luego tomaron uno tras otro los grotescamente denominados por la ONU "enclaves protegidos" bosniomusulmanes: Goradze, Zepa, Bihac, Srebrenica. Cuando cayó esta última ciudad, 40 mil musulmanes huyeron desesperados hacia el norte de la zona urbana, donde se hallaba la base de los cascos azules holandeses de la ONU, quienes, según la imposible disposición de la organización internacional, debían con sus 400 hombres defender a esa muchedumbre indefensa del aguerrido ejército de Mladic y los paramilitares de Arkan. Por cinco veces, el comandante holandés había pedido apoyo aéreo contra las posiciones serbobosnias, que tenía perfectamente ubicadas en las colinas que rodeaban a la ciudad. Siempre le respondieron negativamente. Sólo 7.000 civiles lograron refugiarse en la base de la ONU, los otros acamparon afuera. Ante la mirada impotente de los holandeses, Mladic y sus matones atraparon a estos 33.000 desesperados y separaron meticulosa y ampulosamente a las mujeres y niños de los hombres. De estos, 4.000 serían ejecutados en los días siguientes y sus cuerpos hallados mucho después en fosas comunes. Otros 7.000 siguen aún hoy desaparecidos, aunque su siniestro fin es evidente. Muchas de las mujeres serían violadas y en las fosas comunes descubiertas posteriormente aparecieron cráneos de niños. Poco antes de la caída de la ciudad, un general francés de la ONU había volado a Srebrenica para "garantizar personalmente" la seguridad a sus habitantes. Increíblemente y ante la furia de la fiscal Carla Del Ponte, Mladic todavía hoy es uno de los prófugos del Tribunal de La Haya, al igual que el ex líder de los serbios de Bosnia, el psiquiatra Radovan Karadzic. Poco después del genocidio de Srebrenica, el 28 de agosto, y ante el bombardeo alevoso del centro de Sarajevo (los morteros serbios mataron ese día a 41 civiles), los EEUU y Gran Bretaña empujaron, por fin, a sus blandos socios europeos a dejar de mentir con la falsa protección de la ONU y sus inoperantes cascos azules y a organizar con la Otán una eficaz campaña (del 30 de agosto hasta el 15 de septiembre de 1995) aérea y terrestre que quebró la superioridad hasta entonces aplastante de las fuerzas serbobosnias (apoyadas y abastecidas por el ejército serbio de Milosevic), lo que dio paso poco después a una exitosa ofensiva de croatas y musulmanes, así como a la retirada de los serbios del perímetro de Sarajevo, capital mártir de los Balcanes. Conviene recordar que ya el 16 de mayo la Otán, ante la caída de 1.000 granadas serbias sobre Sarajevo ese día, había propuesto bombardear los arsenales de los hombres de Karadzic y Mladic. La ONU, con burocrática hipocresía, bloqueó la iniciativa, permitiendo de hecho que continuara la masacre. Pocos días después sus cascos azules eran tomados como rehenes por los serbobosnios y atados a los puentes a modo de escudos humanos, gesto que demostraba por un lado la total impunidad de Karadzic y por otro la absoluta inutilidad militar de los soldados de la ONU. Pese a todo esto, la organización internacional persistía sobre su línea "pacifista", aunque ya había creado el TPI de La Haya. Pero mientras tanto, Mladic y sus hombres seguían matando civiles a placer. Fueron los "duros" de la Otán con su decisiva ofensiva los que cambiaron la historia y probablemente evitaron la caída de casi toda Bosnia-Herzegovina en las garras de Karadzic. Como este inobjetable dato histórico no es políticamente correcto, viene dejado habitualmente en el olvido. La sensible intellighentzia progresista, alérgica desde siempre a la Otán, con su prescidencia tanto en el conflicto bosnio como en el posterior de Kosovo, buscó esa falaz superioridad moral que evita meter las manos en el barro de la realidad política y militar (mediante el remanido discurso: "Condenamos todos los crímenes, no sólo los de Milosevic y Karadzic, también los de la Otán", eludiendo así la respuesta de cómo frenar las limpiezas étnicas de 1995 y 1999). Mediante esta pobre retórica, las estrellas del progresismo se encolumnan, tácita pero claramente, del lado de Milosevic (indignándose ahora por el poco regular proceso de deportación de Slobo a La Haya). En modo nada inocente, esta intellighentzia que se considera liberada de todo nexo con los impresentables remanentes del socialismo real actúa de hecho a favor del frente rojo-pardo existente en muchos países del Este europeo (como era el caso de Milosevic, un antiguo cuadro comunista devenido furioso nacionalista, o, en Rusia, en la que hay una fuerte alianza de los comunistas y sus amigos "pardos" de la derecha nacionalista paneslavista y antisemita de Shirinovsky). Se diría que es mala compañía para estas delicadas "almas bellas", como gusta ironizar sobre ellos el politólogo italiano Giovanni Sartori.
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