No es difícil adivinar por qué, desde hace diez años, Los Vándalos representan una suerte de quintaesencia del rock rosarino. En una ciudad de tradición trovadora y cancionística, líricamente atada a las historias y el testimonio, con una relación siempre conflictiva con el género de las cuatro letras, los Vándalos quedaron prácticamente solos, y con público propio, tocando el rock más cercano a sus mismas raíces, de la forma más simple y primaria posible.
Desde ese lugar que ellos determinaron como único, y mucho antes de la campaña mediática porteña del llamado rock barrial, los Vándalos se ampararon en esa discutida mística del rock and roll del garage de la esquina, con letras de rally nocturno, alegremente violento, que minó sus dos primeros discos.
En su tercer álbum, después de cinco años sin aparecer por las bateas, los Vándalos repiten ese ritual con algunos signos necesarios de natural supervivencia. Ya no son más la banda desprolija de acá a la vuelta, y ganaron en el terreno la solidez y la calidad sin perder tanto en el rubro frescura y espontaneidad.
Los Vándalos no son nada originales, claro, pero nadie puede decir que sean temerosos, falsos o impostados. De ahí que el rock que hacen, verdadero para algunos y conservador para otros, mantenga cierta gracia y estilo, con el plus de un tufillo under que lo rescata de la vulgaridad, por ejemplo, de las canciones de Memphis que suenan en "Videomatch" (aunque musicalmente las intenciones son casi las mismas).
Las letras se puede decir que evolucionaron en la forma del vicio. Antes hablaban de tomar cerveza, ahora hablan de fumar marihuana. Si transitan por otros temas, los Vándalos tienen un abanico tan limitado como reconocible de posibilidades: la insatisfacción, la velocidad, la noche, el vino, la venganza violenta, las mujeres calientes o las mujeres golpeadas.
El arranque con "Poné quinta a fondo", un rockito veloz con pianito honky tonk de por medio, revela cuáles son las mejores armas del grupo. Los Vándalos pueden pasar el examen fácil de "Todo rompo", un rock and roll de los 50, de la secundaria, como también logran salir ilesos de "Cerebro", una canción bien negra y stone, con guitarras a lo Richards y Wood, piano, percusión y solo de saxo. Además consiguen medir su verdadera potencia en "Vamos a andar", un típico rockazo para la carretera.
Los coqueteos con el funk dan inesperados buenos resultados en "Acá no hay", en la sexista "Ahí vienen las guachitas", en los arreglos de caños de "Yo ando por la calle" y en las guitarras de esa mezcla de blues y funky que es "No llames a la yuta". El estilo fiesta-disco de "Humo espeso", en cambio, naufraga con otra letra que reza sobre las virtudes de la marihuana.
Los reggaes son el capítulo más flojo del álbum. Si Los Vándalos creen que fumar marihuana equivale a que la música de Bob Marley les caiga del cielo, entonces se van a quedar esperando. Se puede rescatar "Sombra o muerta", una canción de amor fatalista, pero "A ver que tal está" es un intento totalmente fallido. Lo mismo pasa con "Vino rojo tinto", un blues pesado y cansino que Popono no puede cantar.
Mientras el rock no se canse de Los Vándalos, y la recesión no les mate las ventas de este disco ni el público de los shows, el grupo puede entrar tranquilo en el nuevo siglo.
Cal: 3 estrellas