Año CXXXIV
 Nº 49.191
Rosario,
sábado  28 de
julio de 2001
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Reflexiones
La célula madre

Eduardo Haro Tecglen (*)

El nombre de madre que dan a esta célula embrionaria se presta a la compasión. “Madre no hay más que una”, dicen mucho los españoles, con una malignidad propia (porque se duda de cuántos son los padres: la realidad es que sólo puede ser uno, pero nunca se sabía cuál hasta ahora). El mundo de la caverna se alza contra la utilización de los embriones para la proliferación de células sanas o salvadoras en enfermos. Lo que les parece ser una perversión de la vida es una multiplicación de ella: pero no pueden verlo. Yo no soy partidario de la proliferación de la vida, como los curas y los economistas. Creo que en Occidente hemos llegado a un límite de población y que, no necesitando brazos ni guerras para exterminar los brazos, cuantos menos seamos menos interés tendremos en acaparar alimentos, agua y medicinas.
La idea de que la población envejezca y tengan ellos que alimentar a estas unidades de gasto que somos los mayores en su lenguaje les aterra. No se atreven a decirlo, pero la escasa producción de nuevos a los que explotar les asusta tanto como la prolongación de la vida. No está lejos de las posibilidades de la ciencia que esa vida prolongada sea útil y sana, pero es también otro problema: el que sigue trabajando más allá de lo previsto no deja su puesto libre para el que empuja. Hay una dictadura invisible entre quienes tienen de 30 a 50 años que lucha contra las otras clases de edad: los que les presionan a ellos desde la juventud y reclaman trabajo, pareja, casa y comida, coche y guardería, y contra los que ocupan puestos que desean, a los que engañan con jubilaciones anticipadas para luego quejarse de que tienen que pagarlas.
Puede que la célula madre ayude a aumentar esas dos clases de edad: la supresión de la diabetes en los niños —y, por lo tanto, en todos los demás—, que es que lo que se intenta en Elche con células adquiridas en EEUU se proyecte sobre la demografía total. Estos memos totales —los curas no son más que sus servidores drogatas de incienso y éxtasis— no quieren saber que fueron niños y serán ancianos. Están, como todo el imperio, obsesionados por el presente. Quieren expulsarnos de él a los demás: a sus hijos, a sus padres, a sus proyecciones del pasado. Es una consecuencia del asesinato de la memoria y de la esperanza de futuro.

(*) El País - Madrid


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