| | Reflexiones Vacaciones soñadas
| Vicente Verdú (*)
No es preciso estudio alguno para alertarnos sobre la plástica cualidad del tiempo y menos todavía en estos momentos de la vacación. Existe un tiempo de trabajo que parece pertenecer a un amo exterior, y un tiempo de la vacación ante cuya frontera se contiene la garra del jefe y se despliega, a continuación, una insólita propiedad personal. De esa propiedad se deriva, además, una peculiar idea que consiste en traducir la temporalidad en espacialidad. O lo que es lo mismo: el mes de la vacación parece sobrevenir menos como una bolsa de temporalidad que como un razonable solar en propiedad, una suerte de parcela propia sobre la que poder tumbarse, pasear, viajar, perder -en su misma espacialidad- el tiempo. Las vacaciones son el efecto de esta imaginada posesión territorial. Dentro del tiempo desnudo no se experimenta, como en el espacio puro, la sensación de desahogo y de amplitud. El tiempo que llamamos libre se escaparía de nuestras manos, se disiparía, si no quedara localizado. Igualmente, nuestra impresión de libertad no sería eficaz si, junto a la suspensión del cronómetro, no se abriera un área exenta. Hay diferentes clases y lotes del tiempo pero este favorable de las vacaciones se presenta de la manera característica de un espacio neto. No siempre, por otra parte, los tiempos fueron iguales. Había un tiempo en la época del protocapitalismo en que los períodos de trabajo y descanso estaban regidos por los estados del cielo. Era este un tiempo cósmico y su reglamentador era la Naturaleza o Dios. A continuación sucedió otra época, en el capitalismo de producción, donde predominó un tiempo homologado por el reloj. Fue el tiempo cronológico de horas iguales cuyo reglamentador era la Fábrica o el Patrono. Con ese tiempo cronológico gobernándolo casi todo en la sociedad industrial se llegó, a mediados del siglo XX, una tercera fase. A una nueva fase del tiempo que, sin anular plenamente a las anteriores, emergió con diferente naturaleza: fue el tiempo efímero, veloz y cambiadizo, de la sociedad de consumo, y su reglamentador no fue ni la Fábrica o el Patrono, la Naturaleza o Dios, sino la Moda. La Moda en la ciencia, en la ropa, en el arte o en la religión. Finalmente, en el actual capitalismo de ficción, el tiempo en auge es la instantaneidad y su reglamentador es la Transmisión; la Transmisión en vivo y en directo. En vivo y en directo aceptamos la realidad-real y todo aquello que no se ofrece hoy en tales condiciones resulta una realidad de segundo orden, barata, desgastada, incomparablemente más anticuada que el tiempo efectivo en que se retrasa la comunicación. El mundo entero se hace, partir de esta nueva experiencia de inmediatez, un mundo global, y el espacio se convierte a su vez, por virtud de la instantaneidad, en un relámpago. Un fulgor sin misterio, una espacialidad sin rostro. Contra esta creación sin faz, arrasada y aterradora, luchan moral e instintivamente los movimientos antiglobalización. Sólo ahora gracias a la vacación -a la suspensión temporal de ese tiempo instantáneo- creemos recobrar algo parecido al tiempo humano cosmológico, abierto, indeterminado, potencialmente ofrecido a la exploración. Nos levantamos en vacaciones cuando el ritmo corporal lo decide, trasnochamos hasta que el cuerpo aguanta, vivimos el verano en un simulado reencuentro con el mar, el firmamento, las virtuales escenas perdidas. Supuestamente apartados del control del reloj pero, sobre todo, simulando la liberación de la vigilancia espacial en el que la determinación productora, la temporada del consumo o la instantaneidad (en vivo y en directo de la incesante transmisión) nos había sometido. Ahora de repente, de manera súbita e infinita, el tiempo construido parece que se abate, la estructura carcelaria parece que se esfuma y el panóptico sólo otea un imaginario escenario donde vuelven a imperar -aun ficticiamente- los argumentos del agua, de la sombra o del sol. (*) De El País de Madrid
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