Corina Canale
El camino se aleja de Humahuaca y poco después los viajeros que van hacia el refugio Cóndor llegan al pequeño poblado jujeño de Iturbe para iniciar la subida hacia los 4.000 metros de Abra Cóndor, un lugar donde el cuerpo se aflojará y los movimientos serán más lentos, más calmos. El altar de la Pachamama en Iturbe es la puerta de entrada a los "valles del silencio" y a los mágicos paisajes que atrapan al viajero. Después aparecen las empinadas calles de Iruya y su gente tan silenciosa como los valles y tan hospitalaria con el forastero. A esa hora del atardecer Iruya es un albergue cálido para los que partieron muy temprano desde el cabildo de la ciudad de Salta, cuando el sol apenas iluminaba el cerro San Bernardo. Después hubo que transitar por la exuberancia de la selva, dejar atrás el dique La Ciénaga y la ciudad de Jujuy y adentrarse en la Quebrada de Humahuaca. Y un poco más adelante encontrar el sosiego de Purmamarca, con su iglesia de paredes blanquísimas y la majestuosidad del cerro de los Siete Colores. Un cerro que precede a otro pueblo, Tilcara, donde está el alto misterio pucará. Esa primera noche en Iruya sirve para que Luis Aguilar, guía que sueña con caminar por los altos Himalayas, relate alguna de las muchas experiencias que vivió en estos últimos diez años en los que se dedicó a pleno a explorar cerros y montañas. A Luis, que hace 25 años se afincó en Salta para siempre, la cumbre del Aconcagua ya le develó sus secretos. Y lo mismo hicieron los volcanes Socompa y Licancabur, cimas que se elevan más arriba de los 5.000 metros. Cuando el grupo despierta en Iruya el guía ya ha mirado el cielo y ha controlado los equipos. Sabe que tendrá que enfrentar la lógica agitación de los expedicionarios que se aprestan a partir hacia lo desconocido. Mientras desayunan les cuenta que ese primer trekking será de 6 horas y que andarán por los 3.150 metros de altura, con algunos desniveles de 500. Con las mochilas al hombro, el grupo se adentra en el corazón de las montañas rojizas. Serán testigos de esa marcha los profundos abismos atravesados por ríos torrentosos y los senderos de montañas que sólo conocen el paso cansino de los coyas. Cuando el sol comienza a declinar en la parte alta de la montaña se divisa el refugio Cóndor. El silencio es muy profundo, pero no tanto como para acallar el griterío de los pájaros que regresan a sus nidos. "El nombre de Cóndor surgió naturalmente", cuenta Luis, el experto caminador de montañas. Y agrega: "los cóndores eran los únicos que nos acompañaban durante el tiempo durísimo en que construimos este lugar". Se trata de un amplio ambiente que oficia de cocina y comedor, y que además tiene un bar bien aprovisionado, un dormitorio común y buenos baños con agua caliente. "En total pueden dormir entre 12 y 15 personas, porque hay varios catres de campaña que armamos en carpas, junto al refugio, para quienes buscan más privacidad". Después llega el tiempo de disfrutar de un fuego acogedor, con ropa limpia y abrigada, donde la cena sirve para dos cosas: alimentar el cuerpo y mirar el paisaje desde el refugio alto. Las bolsas de dormir -lo único que es necesario llevar- prometen buen descanso para volver a Iruya al día siguiente. Luis cuenta que el regreso se hará por un sendero diferente, que atraviesa valles transversales y pasa por cultivos en terrazas. Una costumbre de los aborígenes que aún conservan los agricultores de la región. Mientras el grupo desanda el camino, algunas mujeres tejedoras salen a ofrecer prendas hechas con lanas multicolores y otras artesanías imaginadas en la soledad de los cerros. En Iruya, la hostería vuelve a ser el lugar para el perfecto reposo. El día siguiente -que finalizará en el cabildo salteño- aún reserva el regocijo de caminar por la altipampa andina y el asombro de toparse en la estepa puneña con rebaños de llamas y vicuñas. Y atravesar ese fenómeno natural que es el manto blanco del Salar Grande, un paisaje donde el aire es purísimo, los colores intensos y la posibilidad de perder el rumbo absolutamente cierta.
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