Año CXXXIV
 Nº 49.171
Rosario,
domingo  08 de
julio de 2001
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Análisis: Las palabras y las cosas

Marcelo Batiz

Los hombres del gobierno y la dirigencia política y empresaria se confundieron esta semana en una sobreactuación que convenció a muy pocos.
Si el efecto deseado era el de calmar los mercados, la respuesta fue contundentemente adversa una vez finalizada la tregua que significó el feriado en los Estados Unidos: en tres días la cotización de las acciones líderes cayó más del ocho por ciento y llegó a los niveles más bajos en veintiocho meses, mientras que el riesgo país trepó más del trece por ciento por sobre los ya altísimos valores de la semana pasada.
La crisis es palpable y tiene una clara vertiente: la falta de confianza en la gobernabilidad. Así lo demuestra el comportamiento de los mercado que responden de manera unívoca a la orden de vender todas los de activos argentinos.
Esas dos evoluciones porcentuales no pueden atribuirse sino a una incertidumbre política que se prolonga más de lo esperado y a la que nadie se anima a ponerle fecha de finalización, a juzgar por la actitud de los protagonistas. En esta oportunidad, se intentó suplantar la ausencia de fortaleza política con una acumulación de reuniones, con más preocupación por la cantidad que por la calidad de quienes visitasen a De la Rúa a la Casa de Gobierno.
La extraña uniformidad de las declaraciones de los visitantes apuntaba a un nuevo chivo emisario, el CEMA, entidad liderada por el polémico ex-viceministro de Roque Fernández, Carlos Rodríguez, que de la noche a la mañana pasó de ser una influyente entidad académica a ser una suerte de foco insurreccional integrado, según la iracunda definición del ministro Domingo Cavallo, por "traidores a la Patria".
En su desesperación, quizás el jefe de la cartera económica no reparó que fue él mismo quien designó a Fernández presidente del Banco Central en 1991.
Esta vez le tocó al Cema. Quizás en un eventual nuevo desborde de la crisis le toque a otra entidad o persona, si se tiene en cuenta la debilidad de Cavallo por encontrar conspiraciones en su contra. Quizás ese sea el punto de contacto más sólido que pueda encontrarse entre el cavallismo y la Alianza, unidos en una borgeana entente gobernada más por el espanto que por el amor. Ambos se empecinan en atribuir más importancia a las palabras que a los hechos que le sirven de contexto.
Sí se los podría responsabilizar por los actos de gobierno que llevaron a cabo entre julio de 1996 y diciembre de 1999, pero esa acusación está teñida de la impotencia de quienes no pudieron mejorar la situación tras un año y 7 meses de gestión.
Para que la incidencia de las palabras en la economía sea valorado en su justa dimensión, no está mal recordar el ejemplo de Jorge Born. En diciembre de 1989, cuando el Ministerio de Economía estaba comandado por gente de su compañía, sostuvo que era necesaria una devaluación. El efecto inmediato fue una furibunda disparada en la cotización del dólar y de los precios, que desembocó en la segunda hiperinflación. Seis años después, el mismo Born lanzó la misma recomendación de devaluar. Casi nadie lo recuerda, porque nadie salió a comprar dólares y en los mercados ni se inmutaron.
Si las palabras, el emisor y hasta el presidente eran los mismos en ambos casos, qué había cambiado para que las consecuencias fueran opuestas. La realidad económica, que potenció el mensaje en 1989 y lo diluyó en 1995. Conviene tenerlo presente. De lo contrario, se corre el riesgo de caer en situaciones mucho más dramáticas, en medio de reuniones, fotos y alabanzas.


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