Recorriendo el norte de España, a fines de mayo de 1999, llegamos con mi esposo a una localidad cantábrica: Santillana del Mar. Y Santillana del Mar nos ganó. No teníamos ojos para mirarla. Calles de piedra que subían y bajaban, balcones y más balcones floridos y muchísimos talleres de artesanos de cerámica y de objetos en cuero de vaca. Algunas de sus casas se remontan al siglo IX y sobre la puerta de cada una de ellas se encuentra grabado el escudo heráldico de la familia que la habitaba, y a menudo aún la habita. En la planta baja de las casas estaban antiguamente los establos de las famosas vacas de Santillana. Actualmente esos lugares están ocupados por agradables negocios de artículos regionales. Cada edificio de Santillana es un museo, y toda la ciudad ha sido declarada Monumento Nacional Medieval. Caía la tarde mientras buscábamos un lugar donde pasar la noche y nos enamoramos de una agradable pensión donde no faltaba ningún detalle. Toda amueblada al estilo castellano tenía plantas y flores por doquier. Su dueña, una señora amable y distinguida nos atendió. Dejamos nuestro equipaje y salimos a caminar por Santillana. Estábamos embelesados. Entramos en el Museo de la Inquisición, muy interesante a la vez que terriblemente atroz. Fue duro enfrentarse con esa cruelísima realidad pasada. Al salir nos encontramos con otra realidad, la actual. Una villa encantadora, llena de turistas que iban y venían. Mezclándonos con esa gente tranquila y despreocupada, llegamos a la iglesia Colegiata, auténtica estrella arquitectónica de la ciudad. Es una belleza románica del siglo XII. La entrada principal se halla debajo de una gran arcada y junto a un sólido campanario. Los restos de la virgen y mártir santa Juliana están guardados allí desde el siglo VI. A la mañana siguiente no podíamos despedirnos de Santillana sin probar el clásico desayuno en una típica cafetería. Nuestro café fue suavizado por la dulce y cremosa leche de las vacas de Santillana acompañado por un bizcocho que para nuestra sorpresa no era "nuestro bizcocho", sino una porción similar a la de nuestro bizcochuelo y por dos "sobaos", unas masas dulces que se comen luego de haberlas mojado en el café. Habiendo cargado nuestro organismo con buen combustible, continuamos nuestro recorrido rumbo a Comillas, muy cerca de Santillana del Mar. Esta ciudad es poco conocida, favorecida por las familias nobles españolas que conservan allí pequeños palacios. Comillas desborda de una elegancia conservadora. Su amplia playa termina en un pequeño puerto deportivo. Sus numerosos pequeños palacios y el enorme colegio de los Jesuitas, de un esplendoroso gótico, se elevan por encima del mar y del pueblo. El Marqués de Comillas hizo edificar el imponente palacio a las afueras del pueblo, muy cerca de El Capricho, un palacete de piedra y mayólicas. El exterior del palacete está revestido por mayólicas con grandes girasoles amarillos, unas y otras decoradas por verdes hojas, intercalándose entre sí. Es también digno de destacar el hierro forjado en los balcones y en las rejas, un paisaje diseñado por Gaudí. A través de este gran artista el noble pueblo de Comillas ha recibido la influencia de la arquitectura catalana. Proseguimos el itinerario por el norte de España, dejando atrás la Cantabria, uno de los pueblos más antiguos de España, instalados desde los tiempos más remotos en ese rinconcito al sur del golfo de Gascoña, flanqueados por el rudo pueblo vasco de un lado y el verde y montañoso principado de Asturias por el otro. María del Carmen Ré
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