Uno de los puntos más clamorosos de nuestra decadencia, causa directa de la decepción que sentimos por los ministros de economía, es su arrogante pretensión de querer solucionar los problemas del Estado depredando a la sociedad civil con impuestos y deuda pública. Su única preocupación parece ser la de mantener una clase política, financiando un gasto público inaguantable y sin mostrar sensibilidad por los daños que ocasionan. Desde hace tiempo están arruinando la vida de los ciudadanos, impidiéndoles que puedan gozar de un modesto bienestar en los años de vida que le resten y haciéndoles perder miserablemente las pocas ilusiones que puedan guardar en su corazón.
Nos sentimos estafados, cansados por el doble discurso, hastiados de las mentiras, empujados hacia el desasosiego, recelosos de vanas promesas que nunca cumplen y aguardando a cada instante el zarpazo impositivo artero. Lo peor de todo es que poseen una sensibilidad paquidérmica peor que la gruesa piel del hipopótamo y no se dan cuenta que el gran factor de la depresión económica y de la falta de horizontes que padecemos es el depredatorio sistema impositivo que han montado para apropiarse de los recursos de la gente.
Muchas veces en la historia de la humanidad los gobernantes actuaron de este modo con la complacencia técnica de sus ministros de economía, pero siempre las consecuencias fueron funestas. Amparados en la conocida frase de que "no existen intenciones de aludir a personas o acontecimientos actuales y cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia", deseamos presentar un fiel relato histórico para que el recuerdo de sus consecuencias haga reflexionar a quienes hoy son responsables de gobernarnos.
El ministro hacedor
Estamos en la Francia de Luis XIV, el Rey Sol que decía "el Estado soy yo". En 1661, asume como ministro de Hacienda Juan Bautista Colbert y domina la economía francesa durante 23 años ocupando un lugar único en la organización de la burocracia estatal tal como la conocemos hoy en día.
Colbert produjo extraordinarias reformas económicas, industrializó un país de campesinos, impulsó el espíritu imperial mediante empresas coloniales que ocuparon territorialmente el Canadá francés, las colonias africanas, Antillas y Madagascar. Era un hombre de gran talento y potencialidad creadora, procedente de una familia de clase media de Reims que se convirtió en instrumento del rey porque veía en él la encarnación del Estado. Durante su vida pública Colbert pensaba que la voluntad del rey tenía fuerza de ley y así confundió la Corte con el Estado. Obraba convencido que su misión era gobernar para la clase política y no para los franceses. Colbert que sabía hacer y era un adicto al trabajo, fue utilizado por los autócratas en su provecho. Se pasaba quince horas en el despacho y pretendía infundir a todo el pueblo el celo con que él cumplía sus deberes. Dio un ejemplo de trabajo agotador, inspiró y fomentó un cerrado espíritu de ahorro tan característico de los franceses y trató de crear una gran marina de guerra y mercante para competir con los ingleses.
El mercantilismo
Colbert impuso y desarrolló en Francia una doctrina llamada mercantilismo basada en la minuciosa regulación estatal para promover la competitividad de distintos sectores industriales privados elegidos a dedo por el gobierno. Para conseguirlo organizó el moderno Estado burocrático: concentración de todo el poder en París, superfacultades para sancionar leyes de emergencia, muchos y estables funcionarios, justicia manejada por influencias, fuerzas armadas propias, un complejo sistema de transporte por canales, puentes y caminos y organismos impositivos dotados con férreos poderes recaudatorios. Su máxima preocupación consistió en ordenar la vida económica para que Francia pudiera bastarse a sí misma sin depender para nada de los demás países. Revistió de aparatosidad, lujo y esplendor al Estado francés e impulsó la construcción de los suntuosos castillos de Versalles y el Loire. Para atender los gastos del aparato estatal, desarrollar la marina mercante y subsidiar las "manufacturas reales privilegiadas", Colbert estableció un sistema impositivo que expoliaba a los campesinos y la incipiente clase media condenándolos a la miseria.
Todo la renta disponible se la llevaba el fisco para brindar a la nobleza francesa un período de gloria y esplendor. Cuando el dinero no alcanzaba recurría a los empréstitos públicos, pero luego los cancelaba mediante devaluaciones porque según él "los prestamistas se habían enriquecido demasiado a costa del reino". Estaba obsesionado por colmar las arcas del Estado para que el erario público pudiese financiar las fantasías del rey y los ministros. Administraba eficientemente el Estado pero sin importarle ninguna otra clase social más que la nobleza. Según sus ideas, Francia tenía que industrializarse mediante el otorgamiento de ventajas competitivas a distintos sectores, por lo cual concedió discrecionalmente privilegios y exenciones impositivas a empresas que denominaba "manufacturas reales privilegiadas". Todavía hoy, los sectores más importantes de Francia son los protegidos por Colbert: las manufacturas de gobelinos, los espejos y cristales de Saint Gobain, el arte de la porcelana en Sevres y Limoge, el brandy de la región de Cognac, el vino blanco espumante de la Champagne, la curtiembre y los tejidos de seda en Lyon, el fomento y preservación de los fascinantes bosques que siguen gozando los franceses. Pero la riqueza de Francia se concentró en pocas manos: los cortesanos y todo esto se hizo a costa del empobrecimiento de las demás clases sociales.
Los impuestos para financiar el gasto público eran tan feroces que durante la revolución francesa las turbas populares eran llamadas "sans culottes", es decir sin calzas. Los "culottes" eran unos pantalones o calzas muy vistosas, de tres cuartos hasta la rodilla, utilizados en días festivos.
Ferocidad del sistema tributario
Los impuestos en la era de Colbert fueron feroces. Se denominaban "taille", "gabelle", "traites" y "aides". La "taille" (talla o tala) consistía en impuestos de emergencia que las personas con alguna manifestación de riqueza tenían que pagar inmediatamente y al contado cuando el Estado necesitaba recursos para cubrir sus gastos. La "gabelle" (gabela) era un impuesto sobre la sal, pimienta y especias imprescindibles para conservar los alimentos de las clases populares. Los "traites" (trechos pavimentados con pago de peaje) se cobraban a los transportistas que ingresaban mercaderías en París para favorecer las "manufacturas reales privilegiadas" de los amigos de la corte e impedir la entrada de productos desde la Provenza y el Ducado de Saboya. Las "aides" (ayudas) constituían impuestos sobre productos de consumo interno como el brandy, tabaco, vinos espumantes, cerveza y el agua de Vichy. Para hacer eficiente la recaudación se licitaba la cobranza de estos impuestos entre arrendatarios fiscales denominados "fermiers" o "partisans". Los recaudadores privados firmaban un contrato con el Estado garantizándole un canon fijo global que recuperaban con creces al cobrar los impuestos.
Para forzar la cobranza impositiva disponían de aguaciles privados pero ante la resistencia popular pronto necesitaron una ley penal tributaria más dura, que incluía el apoyo de la gendarmería real y el ajusticiamiento del hijo mayor para declarar mostrencas las parcelas de campo de los contribuyentes rebeldes. Así las mejores tierras de Francia fueron arrebatadas a los campesinos y entregadas a la nobleza que contaba con el favor real, estableciéndose un contubernio entre el Estado y los recaudadores privados de impuestos para repartirse el patrimonio del pueblo. Se produjeron hechos horrendos como los ocurridos con los aldeanos del Borbonesado que se rebelaron contra estos impuestos. Colbert entonces ordenó prender a los 400 contribuyentes más vigorosos y calificándolos de "malhechores" los condenó de por vida a trabajos forzados en galeras. En cambio los que tenían salud precaria y no podían pagar impuestos eran apaleados, ahorcados y quemados sus graneros.
El modelo mercantilista se mantuvo hasta la Revolución francesa. El pueblo que aborrecía a los "fermiers" o "partisans", los llevó al cadalso y las cabezas de esos recaudadores privados de impuestos rodaron hasta el canasto colocado al pie de las guillotinas. Colbert murió en 1683 a los sesenta y cuatro años. Sus restos mortales fueron inhumados de noche con una escolta militar para evitar que se exteriorizara el odio popular hacia quien había creado una nueva Francia, abrumada de impuestos y donde el ciudadano era un mero contribuyente de la gran maquinaria estatal.