Muchas personas que han obtenido calificaciones excepcionales a lo largo de su vida escolar no desempeñan trabajos tan brillantes como sus notas hacían presagiar. Frente a ellas, hay otras con un expediente académico mucho más discreto, pero que han escalado, sin mucha dificultad, hasta los puestos más altos de las empresas.
Esta aparente paradoja, que se repite una y otra vez, hizo tambalear los sólidos cimientos del cociente intelectual (CI), en su papel de cuantificador de la inteligencia, como elemento predictivo del éxito profesional y personal. Y es que, para medir la inteligencia, el CI tiene en cuenta la capacidad de razonamiento y el dominio de ciertas habilidades cognitivas (matemáticas, lingüísticas).
Ante este hecho, las escuelas psicológicas de los años 70 empiezan a analizar otros elementos, además de los lógicos, lingüísticos o matemáticos, que el ser humano utiliza para comprenderse mejor a sí mismo y al mundo, lo que le lleva a establecer una mejor relación con todo lo que le rodea.
Son lo que Howard Gardner denomina en los 80 "inteligencias múltiples", que dan una imagen más global de la capacidad del individuo, debido a que incluye la inteligencia académica, pero también la emocional.
Esta última (puesta de moda por el libro La inteligencia emocional, de Daniel Goleman) comprende la parte menos racional del comportamiento humano: las emociones.
El mecanismo de la emoción
¿Qué papel desempeñan las emociones? En sí misma, una emoción es una reacción frente a un estímulo externo, un mecanismo de acción para adaptarse al medio en instantes muy cortos. Así, por ejemplo, cuando se tiene miedo, el organismo se prepara en cuestión de segundos para atacar o huir más rápido: los músculos se tensan, el corazón bombea con más frecuencia, aumenta la presión sanguínea y el consumo de oxígeno.
A pesar de tener una base biológica tan fuerte, la cultura también influye a la hora de emocionarse: nos marcará la forma en que manifestemos las emociones y el tipo de estímulos que nos pueden producir una mayor o menor intensidad.
Y, por supuesto, también influye uno mismo, ya que la reacción dependerá de cómo sea la persona: si es pacífica o más emotiva.
Se trata, entonces, de algo bastante complejo. Tanto que no hay un listado de emociones totalmente definitivo. Hoy en día se piensa que existen una serie de emociones básicas (el miedo, la tristeza y la ira, entre las negativas; la alegría y el amor, en las positivas), que funcionarían como la paleta de un pintor. Los colores básicos mezclados en distintas cantidades darían lugar a una gama infinita de tonalidades.
Identificación y control
Y aquí entran en juego dos habilidades esenciales de la inteligencia emocional: la identificación y el control de las emociones. No es sencillo ni lo uno, ni lo otro. No obstante, la capacidad para diferenciar las emociones es el primer paso para poder controlarlas, manejarlas y expresarlas adecuadamente. Algo clave cuando se tienen unas emociones muy intensas o frecuentes, puesto que pasan de ser adaptativas a constituir una verdadera fuente de problemas para la salud.
Al estar bajo un impacto emocional, especialmente si es negativo, todo el organismo se pone en marcha. Si se mantiene esa aceleración se va a provocar, por lo menos, fatiga, pero hay más. Las personas que suelen reaccionar con emociones muy fuertes y poco diferenciadas son buenas candidatas para lo que llamamos trastornos psicofisiológicos: problemas cardiovasculares, úlcera de duodeno, afecciones dermatológicas, asma bronquial.
Por otra parte, la pérdida de control favorece las conductas impulsivas, agresivas y de riesgo. Todo ello tiene que ver con las adicciones, la ludopatía, el alcoholismo, la bulimia, incluso el suicidio.
Estas habilidades son, asimismo, efectivas contra la ansiedad y la depresión ya que ambas tienen que ver con la alteración de las emociones (ansiedad y tristeza, respectivamente).
La automotivación es otro de los pilares en los que se fundamenta este concepto. Está muy relacionada con la autoestima y la creatividad. Conduce a tener objetivos en la vida y a realizar acciones para conseguirlos e, incluso, a no desanimarse cuando no se alcanzan.
La inteligencia emocional también se refiere a las habilidades que se pueden poner en práctica en la relación con los demás. Son herramientas útiles para desenvolvernos mejor en nuestro medio:
* La empatía: la capacidad de ponerse en lugar del otro.
* El control de las relaciones con los demás. A través de las adecuadas relaciones con las habilidades ajenas es posible, en gran medida, comunicarse eficazmente.
En definitiva, la inteligencia emocional tiene una doble utilidad: estar más a gusto con uno mismo (al comprender y controlar mejor las propias reacciones somos más independientes) y con los demás (mejora la calidad de la comunicación y favorece un equilibrio en la convivencia).
Los beneficios, entonces, parecen estar claros, pero, ¿cómo se puede alcanzar una mejor inteligencia emocional? La buena noticia es que, a diferencia del cociente intelectual, no es una lotería genética inamovible, es posible desarrollarla. La mala, que una conducta arraigada a lo largo de los años resulta muy difícil de modificar.
De ahí la importancia de la labor educativa del colegio y de los padres, que puede eliminar problemas de ausentismo o agresividad, entre otros.
Los progenitores también pueden inducir emociones positivas y respuestas adecuadas en sus hijos.
Pero, volviendo a los adultos, y aunque el cambio en ellos es más complicado, no es una tarea imposible, sólo hay que cumplir una serie de características. El primer paso es querer cambiar y, el segundo, saber en qué hacerlo. Después de ello será necesario emplear un método contrastado y, con la ayuda de un especialista, ir consiguiendo objetivos que generen autoconfianza.