En Moises Ville aún se habla en tiempo presente de una fiesta que aconteció hace ya más de diez años, la de su Centenario, cuando llegaron sus hijos dispersos por el país y por el mundo para reencontrarse con las calles de su infancia. A la entrada de la ciudad un monumento con frustrados anhelos de modernidad recuerda ese episodio que todos saben tenía por objeto dar por cerrada una parte de la historia comunitaria. "Hacíamos fuerza por llegar, queríamos llegar hasta los cien, aunque sabíamos que nada nuevo iba a suceder después", comenta Sara una señora de más de setenta años que está sentada bajo la luz de la tarde en uno de los bancos de la plaza central mientras mira a un grupo de jóvenes hacer skate frente al busto impasible de un San Martín de bronce.
Nadie que hoy llegue a Moises Ville encontrará aquel pasado áureo que sus fundadores y sus hijos se encargaron de difundir por el mundo, sin embargo, las huellas de ese ayer reverberan sobre las aceras de sus calles donde aún se cruzan el castellano con el idish o el idioma alemán forjado en las comarcas europeas de donde llegaron, hace ya más de cien años, sus primeros habitantes.
Y cuando el viajero o el cronista llegan a la ciudad no hay quien no les advierta que aquello que verá no se parece en nada "a lo que en verdad era", la que en un momento fue la Colonia agrícola judía más importante de América.
Cada fin de semana se repite el rito de los hijos que vuelven a Moises Ville para ver a sus familiares, en general a sus padres, personas ya mayores que no se resignan a dejar la ciudad. También puñados de turistas que han escuchado hablar de esa comarca que en algún momento fue conocida como la Jerusalén de América. Nadie más llega, salvo algunos curiosos. El resto, hace el camino inverso, se va o huye, abandona la ciudad como si se tratara de un gran Titanic que se hunde lentamente y del que nadie quiere ser su último pasajero.
Situada en una de las zonas agrícolo-ganaderas más ricas del país, en el sitio elegido hacia finales del XIX por el Baron de Hirsh para que sirviera de refugio y territorio de posibilidad para las masas judías centroeuropeas que huían del hambre y la miseria, logró convertirse en pocos años en un lugar de referencia para toda una colectividad. Durante décadas Moises Ville fue sinónimo de trabajo, de creación, de sueño alcanzado.
El mejor de los espejos donde una colectividad pudo mirarse para ver devuelta una imagen halagadora de sí misma. Sin embrago, el pasó del tiempo, la historia nacional, mas las particularidades de sus fundadores -ancestralmente ligados a la vida urbana más que al mundo pastoril- fueron convirtiéndola en esto que hoy es a los ojos de quien llega hasta ella: una postal del pasado en la que no faltan sinagogas abandonadas, cementerios barridos por el viento, un teatro inspirado por la imaginación europea sin las funciones que otrora lo caracterizaban y una plaza sin iglesia donde las leyendas míticas acerca del pasado dorado de la ciudad se entremezclan con parlantes que reproducen para los pocos jóvenes que aun permanecen en el lugar un repertorio de música bailantera con la voz de Rodrigo y la Mona Giménez de fondo.
Como si se tratara de una Pompeya sudamericana, Moises Ville ofrece sus marcas ligadas a un ayer centenario del que todos hablan con orgullo quedando toda referencia al presente desplazada por la fuerza implacable del pasado. Allí estaba, allí era, en esa calle había, de ese modo el pretérito conversacional instauró sus reales con una contundencia que ni siquiera sus propios habitantes parecen percibir cuando lo enuncian.
Museo al aire libre
A pesar de ser un lugar donde aún vive gente, sus propios moradores hablan de su ciudad como si se tratara de un gran museo al aire libre donde sólo el ayer puede ser motivo de algún orgullo. Acaso porque el presente no necesita ser enunciado, porque está allí, evidente, en sus sinagogas sin ritos, en sus casas cerradas o puestas en alquiler a bajo precio, en su seminario de estudios judaicos que otrora recibiera alumnos de todo el país y hasta del extranjero y que hoy sólo es una fachada y un nombre que nada dice a los más jóvenes del lugar. También en el edificio de la Mutual, que en algún momento fue una cooperativa pujante y hoy solo es un conjunto de salones vacíos llenos de polvo.
La misma Sara es la que nos indica que uno no puede marcharse de la ciudad sin dar una vuelta por el cementerio. "Allí está enterrado el esplendor y la gloria de nuestra historia pasada. Si camina hacia el final verá las tumbas de los sesenta chicos que murieron apenas llegaron aquí, eso en los días de la fundación".
La mujer no se equivoca, uno no puede marcharse de Moises Ville sin visitar ese sitio porque de algún modo es el complemento exacto de la ciudad. Sin andar entre sus lápidas escritas en alfabeto hebraico, sin perderse entre sus mármoles partidos y polvorientos uno no puede comprender aquella otra parte de la ciudad, la de los vivos, cuyos dichos y memoria están siempre referencializados a aquello que alguna vez hicieron los que ahora reposan bajo tierra. Y de ese modo, como si se tratara de una página de un libro de Calvino, las dos ciudades, la de los vivos y la de los muertos se completan y son, por efecto de los relatos, una misma ciudad.