Año CXXXIV
 Nº 49.143
Rosario,
domingo  10 de
junio de 2001
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Rescates
Ungaretti hacia "La tierra prometida"
En un texto olvidado de 1949, la entonces joven escritora rosarina relata un encuentro con el gran poeta italiano

Beatriz Guido

Quien crea encontrar en Europa preocupaciones especulativas por sus problemas trascendentales se sentirá defraudado. Nosotros, los americanos, podemos permitirnos aun ese lujo. Europa vive sin pensar siquiera en una guerra futura. No se quiere ni recordar, ni hablar de "eso". Solamente se hace presente en las plazas y calles del Gianicolo, cuando los "cazadores de hombres" -guardianes de la moralidad pública- advierten a los enamorados gritándoles:
-Señores: ¡la guerra ha terminado!
Entonces la palabra "guerra" adquiere unas proporciones monstruosas y se arrastra cansada por este otoño, demasiado frívolo y quizás, también, demasiado siniestro. El europeo de hoy, y para más decir, el intelectual, se siente apretado por demandas más inmediatas: el factor económico, el frío intenso, las casas sin calefacción y la miseria por todas partes. Este hombre extraordinario que en el europeo ha comprendido una vez más su responsabilidad de hombre y agoniza obstinándose en olvidar que vive.
Días pasados, estuve con los filósofos existencialistas del Grupo Turín y con los neohegelianos del Sur. En ambos casos se terminó jugando al bridge. Comprendí entonces que asistía a la muerte de la dialéctica y el nacimiento de un existencialismo de sangre y no teórico. Por todo esto, quizás, el hecho de que tuviera que encontrarme con Ungaretti me llenó de una esperanza nueva. Sentía enormes deseos de sumergirme en algo que no fuera realidad candente -esa realidad "existencial" que gime constantemente en las calles de la Europa de hoy. Subí al monte Aventino hasta llegar a la Plaza Remuria. El número 3 me detuvo. La puerta se abrió y frente a mí, un hombre. En su cabeza caía, suspendida en el aire, una herradura y más arriba un cuerno de caza. ¡Los ojos más pequeños del mundo y la risa más ancha! ¡He aquí Ungaretti! Atravesé la puerta y la herradura rozó mi frente. Después, sin decirme nada, Ungaretti hizo sonar las campana de San Saba y coloreó las termas de Caracalla -encuadradas en el marco de su ventana- con un maravilloso tono púrpura que sólo puede darlo las cinco de la tarde de un otoño romano.
-¿Todo esto para mí? -le pregunté.
-Y mucho más -me contestó.
El salón "mallarmeano" se llenó de ruidos de tazas de porcelana y los cuadros chinos suspendidos en las paredes, un poco a lo Darío, entibiaron el aire. Ungaretti hacía brillar sus pequeños ojos y mientras tomaba el té, me leía sus poesías antiguas, nuevas, amadas... traducciones de Góngora y Mallarmé. Desfilaron ante mis ojos las colecciones completas de "La vida de un hombre", "La alegría", "El dolor" y por fin "La tierra prometida", hacia donde dirige hoy su nave poética... Pero yo no estaba conforme. Me interesaba conversar, indagar la opinión de este gran poeta, uno de los más prestigiosos de la Europa actual.
-¿Qué opina usted de Eliot?
-...Un gran poeta. Pero su poesía no es poesía. Está llena de yuxtaposiciones. No veo unidad de voces. Dije "un gran poeta" porque resume la tragedia de nuestro tiempo.
-¿Cuál es el porvenir de la poesía?
-Ningún porvenir. Ya está dado todo. No creo en la poesía filosófica. No me interesa la filosofía... y menos -dijo, escondiendo sus pequeños ojos- esos existencialistas al estilo de Curzio Malaparte...
Las tazas jugaron de nuevo su papel. Se habló de París, de los fracasos teatrales de Malaparte, del premio que obtuvo Elsa Morante de Moravia y de todo lo que tiene que hablarse en un salón intelectual un poco 1930, a la hora del té.
Antes de irme me obsequió este poema:
Variaciones sobre la nada
Aquel nada de arena que se escurre
de la clepsidra mudo y va a depositarse
en fugaces huellas sobre la carne
sobre la carne que muere de una nube.
Luego una mano que da vuelta la
/ clepsidra
el retorno moviente de la arena
el hacerse plateado de la nube
en la breve y primera lividez del alba.
La mano en sombra da vuelta la
/ clepsidra
y la nada de arena que se escurre
silenciosa, es la única cosa que ahora
/ se oye
y que siendo oída en lo oscuro no muere.
Descendí las escaleras de su casa. En una mano un poema y en la otra "La vida de un hombre". Desde el Aventino, Roma en silencio, semi-iluminada. El esqueleto del Coliseo -huesos del Imperio- y toda la miseria de las callejas "trastiberianas". Caminé levitada por dos horas de poesía. Sentí la impresión de haber cometido un gravísimo pecado. El pecado imperdonable de haber provocado confidencias en un gran poeta que, ante todo, es un gran europeo. Comprendí entonces y amé el silencio doloroso de los filósofos que juegan al bridge.



Beatriz Guido en 1954, luego de obtener el premio Emecé.
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