Beatriz Sarlo publicó "El imperio de las pasiones" en 1985, en donde analiza los folletines sentimentales muy en boga entre las clases populares de la ciudad de Buenos Aires de la década del 20. En el libro sostiene el carácter seriado de esa literatura, y su conservadurismo, que pone en escena el conflicto entre deseo y legalidad, volcándose casi invariablemente hacia esta última. A la pregunta sobre si hoy hay un sucedáneo de del folletín, Sarlo asegura: "No existe un sucedáneo del folletín publicado en los años veinte. Las novelitas que yo estudié en «El imperio de los sentimientos» fueron muy importantes en la formación de un público lector. Miles de hombres y mujeres, de sectores populares, hijos de la inmigración, aprendieron a leer en la escuela pública, y encontraban en los folletines una literatura que no parecía ser estéticamente inferior.
"En efecto -sostiene Sarlo-, quienes escribían estas novelitas partían del universo del postromanticismo, habían leído a Darío, a Amado Nervo, se preocupaban por producir un discurso con imágenes que eran kitsch y, como todo kitsch, podían ser vistas como la promesa no sólo de felicidad sino de cultura. Sería sencillo decir que, por razones de argumento, de temática, ese sucedáneo son hoy las novelas de la televisión. Pero esta es una hipótesis ciega a la diferencia fundamental que separa a la literatura, incluso a la literatura más banal, de los géneros audiovisuales.
"Al folletín había que leerlo y la lectura es una práctica que exige y desarrolla destrezas muy diferentes a las que se producen en contacto con los medios audiovisuales. No sería difícil probar que los espectadores de televisión tienen menos destrezas literarias que las lectoras de folletines sentimentales de los años veinte. De la televisión se pasa a la televisión, es decir se transita por un círculo mágico. Un crítico francés, Serge Daney, decía: «La televisión no piensa». Sin duda, la literatura, incluso la mala literatura, piensa. Por supuesto, cuando digo «televisión», me estoy refiriendo a la producción de mercado, en países como Argentina o Chile, y no a la emitida por canales públicos europeos, ni a la experimentación que el medio hace técnicamente posible.
Las vanguardias
El arte siempre se pensó como vanguardia, como resistencia a la producción seriada. Para Sarlo, la situación del arte hoy está puesta en escena en forma clara por el cine.
"Godard decía hace muchos años: «Espero la muerte del cine con optimismo» -cita Sarlo-. El cine fue precisamente la dimensión estética que trabó una relación inextricable con el mercado. Y así le fue. El cine está partido en dos, y el cine del mercado es hegemónico en lo que se refiere a los consumos. En el cine pueden mirarse las distopías estéticas del presente. Por supuesto, la literatura puede resistir el impulso que viene del mercado, por razones que no son sólo estéticas sino que tienen que ver con las propias condiciones de producción.
"De todas formas -agrega-, es imposible hablar hoy de vanguardias: la vanguardia es una forma histórica del cambio estético, pero no es ni ha sido la única. El tono del campo cultural contemporáneo no es vanguardista. De hecho, vivimos la época en que el gesto realizado por Marcel Duchamp, en su celebérrima exposición de un mingitorio como obra de arte, o más recientemente, las cajas de «mierda de artista» que, en los años setenta exhibió el italiano Piero Manzoni, han terminado de derribar cualquier prohibición estético-institucional, precisamente las regulaciones que potenciaban las intervenciones de la vanguardia. El convencionalismo estético (es decir: arte es todo lo que se exhibe en un museo) fue a la vez la conquista de una tendencia de las vanguardias y la liquidación de un escenario subversivo. Los museos, la crítica, están hoy básicamente del lado de la experimentación. El mercado, en algunos casos, la tolera, en otros la impulsa y, en otros, como sucede con el cine, la expulsa.
M.D.