Pablo Di Masso
Ocurrió un día caluroso de noviembre, en Rosario. Nadie sabía que Rocco Sartó había conseguido, finalmente, el anhelado encuentro con el Corto Maltés. Una mañana, varios años antes, en el Festival del Cómic de Barcelona, Hugo Pratt le dedicó un libro del Corto a Nicolás, el hijo de Rocco, y nuestro cronista le regaló al dibujante su rotulador Tombo. -Amigo,si querés verlo al Corto no tenés que buscarlo. Aparecerá cuando sea el momento -dijo Pratt. Rocco y Nicolás le vieron alejarse como un gran patriarca de los años más lúcidos, viajero de paisajes remotos, cuentista de callejones alejandrinos, enamorado del blues de voz ronca, cuerpo sudado y sexo creole en los suburbios de Nueva Orleans. Luego llegó la carta. Escrita a mano, con la letra navegada que siempre diseña el Corto. "En Rosario, en Julio, bajo la lluvia". Y le dio el nombre de una calleja que terminaba como un suicidio en un baldío sin esplendores. Este es el relato de Rocco, tal como lo envió a la redacción: "Caminé desde la casa de mi vieja, en San Luis y Laprida, hasta el pasaje Cajaraville. Llovía a cántaros y un viento caliente parecía ensañarse con el paisaje isleño del este, verde y nebuloso, tan lejos de aquella Malta que había dado su identidad al hombre de la aventura mágica. Llegué a la calleja sin mirar hacia adelante, con la vista clavada en la vereda que iba transcurriendo como un largo fotograma húmedo. Un viejo ciego marchaba a paso lento bajo la lluvia y atravesaba los charcos como si navegara por océanos que sólo crecían en su imaginación profunda. El Corto fumaba apoyado contra una pared en la que pude leer una extraña inscripción: "La patria es la carcajada de un amor nómada". -Corto... -dije yo. -Rocco... -dijo él y su voz sonó tal como yo lo esperaba. Llena de ese pasado que le habían adivinado las pitonisas de Corfú. Al Corto no valía la pena vaticinarle el futuro, él lo construía según los golpes del oleaje. Hablamos durante mucho tiempo allí mismo, bajo la lluvia, con una humedad de fuego creciendo por las piernas y convirtiéndonos el esqueleto en un estallido de vapor, fraccionado en cada centímetro de hueso por ese calor pegajoso y despiadado que trepaba desde el río bogando sobre largos camalotes norteños. No pienso repetir la conversación entera. No la grabé. El Corto no merece nuevas tecnologías. Pertenece a la artesanía de la memoria, un trozo de cuerpo sano que todavía nos alberga. Sólo diré que me habló de galeones fantasmas, mujeres bucaneras, sexo maligno que se ensañaba en la piel como el mapa tatuado de un tesoro, hermanos de todas las latitudes y fieras de todas las longitudes. Me dijo que el tango es un enigma que se baila, que el mate es la droga viva de la sabiduría y que el fuego de la chimenea y el oleaje del mar son los únicos dos canales de la televisión del hombre primitivo; ese hombre que aún anida en nuestra osamenta de mamíferos carnívoros de genoma prostituido por la civilización. Yo casi no lo miraba. Él tampoco. Nos dejábamos ir por las palabras que se zambullían en la corriente amarronada y aceitosa, mansa bajo el calor y la garúa pertinaz de aquella tarde diminuta, huérfana de malas hierbas, aislada como un hechizo de la puta historia reciente, llena de aullidos y víctimas, de asesinos impunes y madres empecinadas en la exploración de una llanura fusilada de cruces.. Yo le expliqué la historia del día en que me encontré con Borges y me aconsejó que fuera a verlo a Bioy Casares: "Es con él con quien tenés que hablar de lo fantástico..." De algún modo extraño, como todo cuanto le abriga, el Corto dominaba los laberintos de Borges. Conocía algunos senderos desconocidos y sugirió un paseo imaginario por la Venecia interior. De pronto habían desaparecido los extranjeros y la ciudad flotante era más ella que nunca. Los venecianos recuperaban sus barrios cercados de humedad como si fueran cruzados que tras varios años de lucha estéril hubieran conseguido, por fin, regresar al hogar. El Corto era amigo de ladrones y furcias, bebía con piratas de todas las raleas y su cuerpo escueto era como un archivo de los mejores episodios del siglo. Me contó algunas cosas durante aquella caminata de Venecia sucia y maloliente. Me habló, por ejemplo, de Morgana King. Yo no le pregunté nada. ¿Para qué? En realidad sus monólogos, ahogados en el humo impenitente de su cigarro eran como un largo peregrinaje por las viñetas que componen para siempre la vida del infante que jamás nos abandona. Luego, sentados en un bar mientras la lluvia golpeaba contra las ventanas, armados con una botella de grapa Valle Viejo me pidió que le contara la historia del Vice Corea recogiendo chupineros del Nacional Nº 1 en su viejo coche de Los Intocables. Le expliqué cómo era el Parque Urquiza en aquellos años, las heladas sobre el césped mal cortado, la otra grapa, la dulce, antes de entrar al colegio, y las disparatadas estupideces que nos convertían en una especie de adolescentes condenados en espera del recreo de las 10 o de la salida en malón. -¿Te acordás del cine San Martín? -preguntó de pronto. ¿Cómo no hacerlo? Tres películas estranguladas por una humareda de Particulares cortos sin filtro, con algunas putas haciendo tiempo en las mesas del fondo y el loco Michelli finalmente callado. -¿Nunca nadie te dibujó en la Salpe? -preguntó por segunda vez. Me hubiera gustado que el Corto y yo hubiéramos coincidido en el viejo altillo de la pensión de Paraguay y San Lorenzo, "La Salpétrière", donde Pichi González y yo habíamos vivido los capítulos más extravagantes de los veinte años. -No -le dije- pero el Groba me sacó una foto, completamente borracho, el mismo día en que mi hermano Gueri se iba a Europa con Mónica. El Corto sonrió con una picardía que me hizo acordar a Albert Finney y Diane Cilento en Tom Jones. Luego, sencillamente, pagó la grapa y me invitó a que lo acompañara. -Vamos, se hace tarde -dijo. Caminamos en silencio hasta la Estación Fluvial. Me contó que La Fenice estaba cerrada y que un canal vacío, dragado, rodeaba su silueta femenina. Quería que Rosario fuera Venecia. Y yo no era quién para discutirle las ganas. -Aquí me despido, Rocco. Pero volveremos a vernos. Espero que te sirva de algo este cuento en cuerpo presente... Volvió a sonreir con una malicia llena de encanto. Me tendió la mano y la estreché con fuerza. Entonces sucedió. Mientras se alejaba de la Estación Fluvial cruzando el parque vacío. Le vi en Venecia, cruzando un puentecillo, abriendo la puerta de La Fenice con una gran llave reluciente y desapareciendo en el interior del templo de la ópera. No he vuelto a saber de él. Tampoco he escrito el artículo para que se sepa algo nuevo sobre el Corto. En realidad, todo cuanto en él hay de nuevo depende de esa viñeta interior con la que vamos entretejiendo la historieta de la vida... -Nos vemos, Corto". Hasta aquí la historia hueca del Corto. Y digo hueca porque como él mismo se encargó de demostrar aventura a aventura, desde el mismísimo Mar Salado, cada cual elige en su sextante interior el rumbo que quiere imponer a su nave. El naufragio es cosa muy personal. Yo espero encontrarme con él muy pronto, quizá este verano próximo, cuando en Venecia sea invierno, en alguna plaza de Saladillo o, a lo mejor, sobre la barranca, en Alberdi, atrapado en su silueta flaca, con el humo trepándole el cielo como una escultura gótica y su sonrisa de travesura maltesa ampliándole la mandíbula. Esta vez ilustraré mi encuentro con un dibujo, un dibujo donde habrá algo más que músicos, mujeres desnudas y goletas piratas en mar abierto. Y nunca faltará un saxofón en su biografía de exiliado perpetuo. Bien. No tengo más medios que esta página para explicar lo inexplicable. No hay el menor riesgo de que nadie más que los nuestros lo lean y, todavía mucho más sano, no existe el menor peligro de que alguien envíe una carta de los lectores para opinar sobre El Corto y Yo. Y ahora sí, tal y como él dijo antes de perderse en La Fenice, algunas semanas antes de que el bellísimo edificio se incendiara... (¿Quizá para borrar sus huellas...?) "el tiempo se acaba". Acá me paro. Voy a dar un paseo junto al río. El Corto tiene presencia de agua viva.
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