Herbert Achternbusch
Tuve el honor de compartir mesa con Romy Schneider. Fue en Sorrento, donde en 1973 se celebró un festival dedicado al nuevo cine alemán, al que yo aún no pertenecía. Asistí invitado por Margarethe von Trotta, en lugar de su marido, Volker Schlöndorff, en cuya última película había debutado como intérprete. Contando la agradable mujer de Augstein, éramos cuatro, reunidos en un salón de fiestas con vistas al mar. Romy Schneider dominaba la conversación. Yo esperaba mi turno con paciencia menguante para poder intervenir Si esperaba mucho, las acotaciones resultaban demasiado rápidas e ininteligibles. Me limité con la bebida, un hábito adquirido durante un viaje a la RDA en febrero. En el aseo traté de discernir si debía ceder a mi impulso o si trataba de darme aires de importancia a causa de los nervios. Llevaba un año escribiendo un guión titulado "La sensación de Andechs". Cada vez que acababa una versión hacía varias copias, pues únicamente cuando tenía ante mí varios ejemplares me permitía concluir que no servían para nada. Había de esforzarme, habida cuenta de que bajo ningún concepto podía escribir una novela o simplemente "ampliarla", acusación que dirigió Nadine Gordimer, galardonada con el premio Nobel, a Günter Grass, como si ella hubiera sucumbido a lo mismo. Sobrevivía a duras penas: casado, con cuatro hijos y casado con la mujer que nos sustentaba, una profesora de educación artística de Instituto. Yo me consideraba fracasado como artista y me dedicaba al hogar. Hubieron de pasar varios años hasta que descubrí que yo también realizaba un trabajo y que me ganaba la vida de esa forma. Lo que siempre quedó fue la incapacidad de apreciar lo que hago: libros, películas y ahora también cuadros. No sé y ya ni quiero plantearme la pregunta de por qué me sentía tan intimidado por las personas o más bien por la vida misma, que ni siquiera lograba lo que toda persona normal y corriente puede hacer, es decir, pensar. Cuando no se me ocurría nada estaba perdido y la verdad es que no se me ocurría nada. Cuando viajaba en tren a Starnberg, donde vivíamos a la sazón, vi en una ocasión a Günter Grass camino de alguno de los muchos congresos a los que solía asistir sobre algún tema como el de la mosca tsé tsé, y hubiera preferido saltar por la ventanilla a dirigirle la palabra. Aun cuando según Dario Fo, que recibió el premio Nobel demasiado pronto, Grass "luchara en demasiadas batallas civiles y culturales y defendiera a brazo partido la justicia, la libertad y la democracia", el gracioso. Quizás fuera lo que me repelía, porque yo buscaba algo intangible sintiéndome capaz de atraparlo, por lo que no podía empezar con la mosca tse tse y terminar, por poner un ejemplo, con la cebra, al menos pensaba así en aquella época, y ¿por qué no? Incluso hubiera empezado con los machos de la mosca tse tse pasando por Sansibar, si sólo se me hubiera ocurrido. Así las cosas, la mente de Grass me repateaba, como suele decirse de la cabeza de un pescado podrido. ¿0 es que desde un principio me desagradaban las personas que inspiran a las masas? Realmente no me gustan. Llegado a casa, revelé la presunta presencia de Grass durante el viaje en tren. La cosa iba mejorando y parecía inminente que yo también lograría salvar la barrera de mi hombría. Mi mujer reconoció alegremente que le gustaría que yo fuera tan admirado como escritor como Günter Grass. ¿Quería en verdad ser un escritor de posguerra a la sombra de aquel que ocupaba el primer puesto? Pensaba para mí que en realidad el pequeño Matzerath era uno de los mejores inventos de la posguerra, por lo que me parecía lógico que la idea se le hubiera ocurrido a ese autor bajo y no a mí. Me parece fenomenal que a Schlöndorf, también de baja estatura, le haya agradado la filmación de "El tambor de hojalata", pues un tema como ese no se lo encuentra dos veces. ¿Acaso debía dedicarme también a hacer cine para impresionar a mi mujer? Ahora se suma también Saramago afirmando con motivo de la atención que se le dispensa por ser galardonado con el premio Nobel, y con una cara tan blanda como la del panecillo al caer en el fregadero, que Grass es un hombre compacto, que impresiona por su presencia física, la densidad de su rostro, su mirada. Todo ello se me asemeja contrario a mis extravíos. ¿Cómo he de acercarme así a Starnberg, a la casita de 57 metros cuadrados con pasillo, a la oscura noche en la terraza con la losa de cemento floja sin siquiera fumar, sumido en la contemplación del blanco vapor que emana sin cesar del matadero? Ahí llegó el primer tren. Paulatinamente emanó de las vísceras, del temor diurno y nocturno, el reconocimiento del exterminio de los judíos: es increíble -tuvieron que pasar 12 años hasta que naciera mi película "El último agujero"-. ¡Cuánta agua habría de pasar por el río hasta que pudiera encontrar algo positivo en este país! Mi primera película, "La sensación de Andechs", la realicé en 1974. Era una recopilación de lo que vivía con mi mujer y de lo que no le quedaba más remedio que vivir conmigo. Dado que la naturaleza del subconsciente, como había aprendido de Lao Tse y de Tschuang Tse, no me permitía reflexionar o recurrir a una suerte de dramaturgia, dependía plenamente de mi talento, mi intuición y todo ello a escondidas, pues en el debate público estaban en boga otros héroes intelectuales con vistas a la ampliación de la conciencia. Considerando que una conciencia no existente no es susceptible de ampliarse, simplemente se asumía como hecho consumado, hasta que la preocupación por el dinero relegaba a un segundo plano todo el asunto. Esa percepción de las cosas me satisfacía una y otra vez de forma puntual. No quería ver correlación alguna, por mucho que esperara que se diera automáticamente. Valga como ejemplo de mi proceder una escena de mi primera película: una mujer está tendida en el suelo de su cocina y se deshace en lamentaciones. El profesor la observa cogido de la mano de su amante, una actriz, yo y Margarethe von Trotta. ¿Cómo se me ocurre tal cosa? Mi mujer y yo habíamos salido con la maestra jardinera y su marido por Schwabing, bebíamos y hacíamos tonterías, incluso retándonos los hombres a mear debajo de la mesa. ¡Qué asco! La moqueta no era tan absorbente como parecía y el camarero nos llamó la atención. Para mí se había acabado la noche, pues cambiar de sitio me aburre. Quería marcharme. Mi mujer se empeñaba, como siempre, en pelear la cosa hasta el final. Yo no. Me voy a casa, dije, ¿vienes?, me preguntó la maestra, porque le dejaba el coche a mi mujer. Muerto de cansancio, le dije a la maestra: Acuéstate también en la cama, una cama donde cabían los seis miembros de la familia. No se puede, rechazó ella. Mañana te pondrás a leer otra vez algún texto emancipatorio, porque hoy estás reprimida, olvida los sermones y acuéstate. Nos dormimos sin contacto físico. Antes del amanecer llegó mi mujer, nos vio y se puso a berrear, salió corriendo a los gritos, a través del apartamento de funcionario público, desaforada, tal es así que el pianista de arriba no atinó a los tonos correctos y las dos hijas de la secretaria del Instituto fueron al baño, bastante ruidoso, por cierto. La maestra jardinera huyó sin más, no sin antes consolar a mi mujer explicándole que no había pasado nada, pero ella se enrolló en una alfombra, lo que omití en la película para que se escuchara mejor su griterío. A la sazón vivíamos en Gauting, donde parece ser que hay gente que se dedica a la literatura.
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