| | Reflexiones Trato igual
| Joaquín Arango * / El País (Madrid)
No es aventurado suponer que tras el presente debate resuenan los ecos suscitados por la publicación del último libro de Giovanni Sartori, "La sociedad multiétnica". Los méritos del eminente politólogo italiano son sobradamente conocidos como para requerir adicional ponderación aquí. Mucho me temo, sin embargo, que entre ellos no ocupe lugar prominente su última contribución. En ella sostiene que existen inmigrantes inintegrables; que la imposibilidad de integrarlos aumenta cuando el inmigrado pertenece a una cultura fideísta o teocrática; que las diferencias étnicas y religiosas producen "extrañezas" insuperables, y que la ciudadanía concedida a inmigrantes inintegrables no conduce a la integración, sino a la desintegración. Es posible que Sartori haya pretendido provocar un debate; de hecho, sus palabras han suscitado tantas apologías como rechazos. Se trata de un debate estéril, mal planteado y, para sociedades como la española o la italiana, en una fase incipiente del proceso que las va a convertir en pluriétnicas y multiculturales, extemporáneo: un caso de acento mal situado. Aceptemos por un momento, a los meros efectos del debate, que existan minorías de imposible integración, y extraigamos de ello las conclusiones que ni Sartori ni quienes comparten tales tesis extraen, seguramente porque resultan insostenibles. ¿Deberían las sociedades receptoras impedir la venida de los inmigrantes presuntamente inasimilables? ¿Deberían excluirlos de las políticas de integración, cegar su acceso a la ciudadanía? La primera opción es a la vez inaceptable e imposible. La selección por criterios étnicos es contraria a la conciencia moral de nuestro tiempo. Extensamente practicada en el pasado, fue proscrita por inaceptable en los progresivos años sesenta. En EEUU, la legislación basada en cuotas raciales fue considerada incompatible con la nueva definición de los derechos humanos y repelida en 1965. Por los mismos años fueron abolidas en Canadá y Australia las leyes conocidas como White Only que regulaban la admisión de inmigrantes en esos países. Ese tipo de criterios es particularmente aborrecido en Europa. Sólo países autocráticos como los del golfo Pérsico se permiten seleccionar a sus inmigrantes en función de la nacionalidad. Pero, además de inaceptable, la pretensión de dejar entrar sólo a los preferidos sería vana. Hay modos de incentivar o facilitar la venida de personas de determinadas latitudes, pero es difícil evitar la de los no deseados. La realidad contemporánea deja poco lugar a dudas al respecto. ¿Debemos, pues, tratar de impedir su integración? ¿Negarles el acceso a la nacionalidad aunque reúnan los requisitos para ello? La respuesta me parece demasiado obvia. Pero conviene subrayar que ante todo lo es porque contravendría frontalmente el principio de trato igual, piedra angular de las políticas de integración en Europa, trato que consiente diversas medidas de discriminación positiva, pero ninguna de discriminación negativa. No hace falta decir que el trato igual constituye también una exigencia irrenunciable de la política democrática, como nueve décimas partes del libro de Sartori nos recuerdan convincentemente. No parece que el debate, tal como se ha planteado, conduzca a parte alguna. Pero, además, el juicio de hecho sobre el que reposa es harto cuestionable: cualesquiera que sean las dificultades que obstaculizan la integración de las minorías étnicas, no parece que el diagnóstico de inintegrabilidad describa adecuadamente la realidad de los paquistaníes en el Reino Unido, los turcos en Alemania u Holanda o los magrebíes en Francia o Bélgica. La experiencia histórica aconseja poner en solfa el fundamento de esos prejuicios selectivos. En Estados Unidos, el rol de bestia negra correspondió tradicionalmente a los asiáticos, discriminados durante decenios. La primera ley de inmigración, de 1864, sólo excluía de la universal bienvenida a los criminales, los indigentes y los chinos. En nuestros días, la minoría de origen asiático es la que presenta los indicadores más elevados de integración. En su día también fueron considerados inasimilables los irlandeses y los europeos del sur y del este, entre otras razones, por su religión. Ahora bien, el contrapunto del casandrístico cuadro dibujado por Sartori y otros no debería ser una visión arcangélica de la convivencia entre culturas. El acomodo de la diversidad, por usar la vieja expresión de Simmel, nunca ha sido fácil. En no pocas ocasiones, ese acomodo requiere transacciones complejas y medidas especiales. Es el caso, en el ámbito educativo, de la práctica religiosa, la alimentación o el atuendo de los escolares. Determinadas pautas de conducta culturalmente influidas -por ejemplo, entre hombres y mujeres o padres e hijas- pueden resultar inaceptables para la sociedad democrática y laica. La construcción de la identidad étnica en adolescentes y jóvenes puede resultar particularmente conflictiva en el contexto de una extendida percepción de confrontación entre el islam y occidente, y dar lugar a una cadena de acciones y reacciones basadas en la desconfianza recíproca, el repliegue comunitario y la adopción de actitudes defensivas. No existen recetas mágicas para estos y otros conflictos culturales. Pero cabe relativizarlos teniendo presente que el desagrado que aquellas prácticas suscitan es compartido por numerosos musulmanes, hasta el punto de que muchas jóvenes magrebíes emigran precisamente para escapar de estructuras patriarcales opresivas; y evitando tanto generalizaciones abusivas, como visiones que reducen al islam a su versión fundamentalista. La solución a los inevitables conflictos difícilmente se encontrará fuera del respeto a la diversidad, de la tolerancia recíproca y del trato igual. Aunque no posean la condición de recetas mágicas, estos elementales principios constituyen seguramente el mejor camino hacia la "buena sociedad" que Sartori nos enseñó a identificar. * Profesor de Sociología de las Migraciones en la Universidad Complutense de Madrid
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