| | Editorial Los costos de la política
| La propuesta realizada por el intendente venadense, Roberto Scott, de suprimir el Concejo Municipal de su ciudad y reemplazarlo por un grupo de "notables", que luego completó con la sugerencia concreta de suspender las partidas destinadas al organismo legislativo para enviarlas a Acción Social, provocó una polémica cuyos ecos todavía resuenan en los oídos de muchos. Y si bien el tema reviste una enorme complejidad, a la vez que tiene ribetes de carácter grave porque se involucra con los más profundos mecanismos de la democracia representativa, la repercusión que generaron los dichos del intendente -que en una época no lejana hubieran sido tomados por un mero arranque de cerril autoritarismo- se relaciona con un contexto que los recibió, sino con adhesión, sí con un interés ciertamente notable. Y no es casualidad. Ocurre que en la Argentina hace largo tiempo que un vocablo poco agradable afecta de manera cotidiana la vida de los ciudadanos; pero no de todos los ciudadanos. La palabra a la que se hace mención ocupa un espacio central en el discurso de los últimos ministros de Economía: en efecto, "ajuste" ha sido escrita y pronunciada infinidad de veces, y las consecuencias de su inevitable puesta en práctica resultan bien conocidas: restricción, austeridad, ahorro. No sin gran sufrimiento, claro. Ahora bien, la pregunta que muchos se hacen desemboca en una respuesta que preocupa. El interrogante es: ¿qué clase de ajuste ha practicado, en el sufrido país de hoy, la bien llamada "clase política"? ¿Qué límites se les han puesto a los gastos ocasionados por ediles, diputados, senadores y toda la larga lista de asesores rentados que los acompañan? La contestación no es otra que "ninguno". Esa es la razón, más allá de la eventual ineficacia o escasa contracción al trabajo de no pocos integrantes de los cuerpos deliberativos, por la cual la indignación aflora espontánea y en muchos casos se percibe la solidaridad de la población con planteos que en otro momento hubieran sido mayoritariamente tildados de "fascistas". Pero la solución del problema no pasa por la supresión de los cargos legislativos. Tal vez habría que contemplar, en última instancia, la disminución de su número, o bien la reducción de emolumentos desmedidos. (Existen situaciones flagrantes, como la de la Legislatura formoseña, que si se tratara de una empresa privada ya habría quebrado quince veces). Porque no es eliminando la política como se van a morigerar los defectos del sistema: es, por el contrario, con más política, con más participación y control popular, con más debate, con más recambio de hombres que los males deben combatirse. Ningún liderazgo mesiánico puede resolver lo que constituye una indelegable responsabilidad de todos.
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