Año CXXXIV
 Nº 49.102
Rosario,
domingo  29 de
abril de 2001
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Argentina, un país incorregible
La ausencia de valores es la causa de los males económicos. Cómo refundar un orden moral

Antonio I. Margarit

Hace unos años, se generalizó la sensación de que Argentina se encaminaba hacia el primer mundo porque había copiado instituciones propias de estos países. Sin embargo, pasaron los años y al cabo del tiempo volvemos a encontrarnos igual o peor. La máxima paradoja se produce cuando los mismos artífices que labraron las más trascendentales reformas se dedican ahora a desguazar la convertibilidad, la independencia del Banco Central y la paridad fija con respaldo 100 % en divisas. ¿Porqué en lugar de acercarnos al primer mundo, con sus mismas leyes e instituciones, nos alejamos de esos modelos y nos aproximamos a los peores ejemplos del planeta? ¿Porqué exhibimos el menor índice de competitividad entre los países emergentes? ¿Porqué tenemos una de las tres más altas tasas de riesgo-país del mundo? ¿Porqué estamos sumergidos en una implacable recesión desde hace tres años? ¿Porqué hemos descendido en el índice mundial de libertad económica elaborado por la Heritage Foundation? ¿Qué es lo que ha fallado?

Así somos
Son demasiados y muy grandes nuestros defectos como individuos pero también como sociedad. En primer término sentimos una irresistible admiración por el "piola", por el listo o avispado que sabe sacar ventajas, sobre todo si ocupa un cargo político y lo utiliza en su beneficio, pero menospreciamos al inteligente y a todos aquellos que se esfuerzan por hacer bien las cosas. Para nosotros, "vivo" es aquel que siempre cae bien parado, que sabe conseguir ventajas sin esfuerzos de su parte y que utiliza a los demás en provecho propio. En cambio, el inteligente es considerado un "zonzo" porque con gran esfuerzo adquiere la capacidad para entender, se somete a una dura disciplina intelectual y reemplaza el facilismo por la férrea voluntad de vencerse a sí mismo. Esta es nuestra primer falla mental. La segunda, que no le va en zaga, nos muestra comportamientos habituales que no se sujetan a principios morales dictados por una recta conciencia sino que están guiados por intereses mezquinos. Casi invariablemente elegimos las alternativas que nos tientan con ventajas placenteras inmediatas aún cuando tengamos que violar las reglas morales. Tanto en los asuntos privados como en los casos públicos, buscamos la justificación de nuestras faltas y echamos a los demás la culpa de lo que nos sucede.
En términos habituales obramos de manera como si esas reglas morales fuesen preceptos molestos y pasados de moda, que deben tirarse por la borda para gozar de la vida. Nos cuesta comprender que sin esas reglas o principios la sociedad y nosotros mismos sucumbiríamos porque constituyen una formidable red de seguridad que preserva nuestra integridad física y espiritual en el largo plazo. Y esta es nuestra segunda falla mental.
La tercera y no menos importante es el espíritu transgresor por el que preferimos vivir en una sociedad que no respeta las reglas o que apenas establecidas suele violarlas para conseguir los propios intereses inmediatos. Esta inconsistente actitud de los argentinos parte del tremendo error intelectual de creer a pie juntillas que las reglas son dictadas por quien manda para que otros las cumplan, pero que nunca le alcanzan. Aquella famosa frase de Alfredo Yabrán en una entrevista televisiva: "El poder es la impunidad", representa una síntesis fantástica de este espíritu de transgresión que nos está destrozando, porque en una sociedad donde no se respetan las reglas, ninguno se siente obligado a cumplir sus promesas y entonces nadie tiene confianza en los demás.
Esta tercera falla mental queda patentizada por varios acontecimientos de pública resonancia. En la esfera individual, el instantáneo y salvaje comportamiento de decenas de miles de automovilistas en Capital Federal que, tan pronto como el Tribunal de Faltas decretó la ilegalidad de las multas de tránsito documentadas con fotografías, se lanzaron a correr a altísimas velocidades, estacionaron en lugares prohibidos y cruzaron en rojo los semáforos porteños. En la esfera política, la actitud casi sediciosa de una calificada reunión de personas en el Congreso de la Nación que, atribuyéndose los derechos del pueblo, pretenden impedir que el juez federal cite a declarar a un ex funcionario nacional por el bochornoso caso de las ventas irregulares de armas a gobiernos extranjeros en provecho personal. Y en la esfera institucional, la reciente y emocional embestida del superministro de economía con la aquiescencia del presidente, para alterar las únicas reglas que mantienen de pie el sistema económico argentino: la convertibilidad con paridad fija entre el peso y el dólar, la independencia técnica del Banco Central y la intangibilidad de las reservas en divisas que respaldan la circulación monetaria. Estos tres ejemplos tienen entre sí un común denominador que nos marca a fuego: la irracionalidad de nuestro comportamiento público y privado.

Así deberíamos ser
Para rehacer nuestra sociedad, para salir de la ominosa recesión que nos mantiene deprimidos, para volver a crecer y para compartir la alegría de sentirnos integrantes de un sugestivo proyecto de vida en común, los argentinos deberíamos entender y obrar de manera coherente e inteligente. Entender de una buena vez por todas que sólo podremos salir del tenebroso pozo en que hemos caído mediante un comportamiento racional basado en el orden moral y obrar en la búsqueda del autointerés pero dentro de ese ordenamiento moral. Así expuesta la cuestión parece algo abstracta, pero en la práctica esta conducta inteligente se basa en el respeto de las "reglas de confianza" y las "reglas de solidaridad". Estas reglas tienen que encarnarse en el comportamiento de un número determinante de argentinos pero además deben inscribirse en el espíritu de las leyes que los legisladores sancionen. Esto que vamos a comentar ahora es la clave del éxito de los países del primer mundo, de aquellos cuya prosperidad y seguridad envidiamos y cuyo territorio es el destino final de una muchedumbre de jóvenes argentinos que abandonan desilusionados nuestra tierra.
Las "reglas de confianza" son reglas muy claras y contundentes que permiten que una persona llegue a confiar en otra persona y decidan emprender cosas comunes. Consisten en los tres simples preceptos: "cumplir las promesas aunque nos cueste", "decir siempre la verdad" y "respetar la propiedad de los terceros". Estas son las reglas que tienen importancia decisiva en las negociaciones entre personas y grupos particulares. Si alguien no las obedece, entonces se afectan las base de la vida social y la sociedad se convierte en una jungla donde todos luchan contra todos y los más débiles e indefensos se mueren. Estas reglas de confianza son las que permiten formar núcleos cooperativos y desarrollar la colaboración voluntaria entre los ciudadanos, las empresas, los gremios y las organizaciones sin fines de lucro.
Las "reglas de solidaridad" son también reglas naturales deducidas por la humanidad después de haber comprobado qué pasa con los pueblos que las ignoran. Las reglas de solidaridad son más amplias que las reglas de confianza y hacen posible aplicarlas porque sin ellas estas últimas obrarían en el vacío. Las reglas de solidaridad involucran tanto a los sectores privados como públicos, a la sociedad civil y a la clase política, a los empresarios y trabajadores, a los militares y civiles, a los pobres y a los ricos. Estas reglas de solidaridad son tan claras como las anteriores: "Castigar a quienes violen las promesas", "tener conciencia de responsabilidad y no eludir los propios deberes", "establecer los límites públicos y privados", "hacer posible la igualdad de oportunidades", "ofrecer servicios honestos y pagar retribuciones equitativas", "no aprovecharse de posiciones de fuerza", "no cobrar impuestos sin contraprestaciones equivalentes", "obrar con humildad, respeto y compasión".
Si nuestros gobernantes hubiesen respetado el espíritu de estas reglas, la tremenda crisis de confianza que padecemos no hubiese ocurrido. La intención de alterar la convertibilidad mediante una canasta de monedas sin debate previo, la ridícula destitución del presidente del Banco Central sin brindarle oportunidad de legítima defensa, la manifestación patotera para impedir que la justicia investigue a fondo y castigue a quienes utilizaron organismos públicos para hacer un sucio negocio particular y la prepotente aplicación de impuestos para solucionar los problemas de un Estado que no quiere ajustar sus cuentas, todos estos acontecimientos son manifestaciones típicas de nuestras fallas mentales y de la sistemática violación de las "reglas de confianza" y "reglas de solidaridad".


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