Alejandro Eujanian
La publicación en 1912 del Estudio sobre las guerras civiles en Argentina de Juan Alvarez parecía anunciar un beneficioso cambio de rumbo en la historiografía argentina que el mismo autor ya había anticipado pocos años antes en su "Ensayo sobre la historia de Santa Fe". En ambos casos se privilegiaban los factores económicos, especialmente aquellos vinculados al mercado, para explicar el desarrollo de una proceso histórico que arrancaba en el período colonial y se prolongaba en las primeras décadas de vida independiente. Sin embargo, cualquier expectativa de renovación de los estudios historiográficos por la misma vía que Alvarez comenzaba a recorrer se verían rápidamente frustradas por la evidente predisposición -de quienes se autoproclamaban como fundadores de una "nueva escuela histórica" en la Argentina- de asentar la profesionalización de la disciplina en la acumulación de datos eruditos antes que en la reformulación de los problemas e interrogantes que habían inspirado a los historiadores del siglo XIX. Así, con excepción de Alvarez, la anticipada novedad era más retórica que interpretativa o metodológica. Es por eso que el trabajo de este historiador y jurista, que nació en Gualeguaychú en 1878 y murió en Rosario en 1954, aparece como marginal con relación a las tendencias historiográficas dominantes en el período y de difícil clasificación en ese contexto. Pero es a la vez el que más se aproxima a las experiencias que en el ámbito internacional auspiciaban, para la misma época, la elaboración de una historia "integral" que radicara la explicación del pasado en la combinación de los diversos factores que intervenían en la vida social: geográficos, económicos, políticos, sociales, jurídicos e intelectuales. Juan Alvarez hallaba en lo económico, entendido como la base de la estructura social, la clave que permitía integrar esos diversos elementos con el fin de descubrir las causas profundas de las guerras civiles que habían desgarrado al país durante la primera mitad del siglo XIX e, incluso, de los movimientos revolucionarios que desde 1890 venían amenazando la estabilidad del orden conservador. De este modo, no sólo lograba promover una ruptura con respecto a una historia construida en torno a la vida pública de un puñado de hombres con virtudes excepcionales sino que también fundaba la legitimidad de la historiografía en su potencial capacidad para prevenir el conflicto social en el futuro mediante el conocimiento científico de las causas que lo habían provocado en el pasado. Por estos motivos, sería pertinente pensar a Alvarez menos con relación al medio historiográfico que en el marco del clima de ideas propio de un reformismo social que todavía confiaba en la capacidad del Estado para garantizar el orden social mediante la aplicación a tiempo de las políticas correctivas adecuadas. Pero, cuando publica su libro, este esfuerzo es tardío y casi extemporáneo. No tanto por la ascendente inestabilidad social sino porque las élites dirigentes a las que el autor destinaba sus advertencias comenzaba a ceder, reforma electoral mediante, el control político del Estado. Es evidente que Alvarez percibía esta nueva situación y ello aumentaba su preocupación por el orden. En primer lugar, porque no creía que la reforma electoral fuese el camino para asegurar una mayor estabilidad política; por el contrario, temía que el acceso al voto de las mayorías amenazara la monumental obra desarrollada durante décadas por una minoría civilizada. En segundo lugar, tampoco creía que la educación patriótica lograría integrar a la sociedad; en cambio, el culto a los héroes auspiciaba peligrosamente un ideal que los falibles gobernantes mortales jamás podrían satisfacer. Fiel a Alberdi, entendía que previo a cualquier integración política o cultural, la solidaridad social debía alcanzarse en el plano económico mediante un mayor equilibrio en el reparto de la riqueza. Económicas eran entonces las soluciones en el presente como económicas eran las causas de las guerras civiles en el pasado. De su análisis surgen dos focos de conflictos. El primero es regional y opone a las economías del interior con las del litoral, víctimas las primeras de las políticas librecambistas que favorecieron el florecimiento de la región pampeana. El segundo foco de tensión es social y parte del examen de las causas que llevaron a los gauchos a adherir al caudillismo. En este punto sus conclusiones difieren con las que proporcionaba años antes Ezequiel Ramos Mejía, aunque ambos compartían la misma ambición preventiva. Mientras el autor de "Las multitudes argentinas" asimilaba el caudillismo a la presencia de una masa tan rudimentaria como fácilmente sugestionable, Alvarez lo explicaba a partir de los efectos que el librecambio y la valoración de los cueros y carnes saladas nativas provocaron en las condiciones de vida de los gauchos de la campaña bonaerense. A su juicio, había sido la apropiación individual del ganado la que los había lanzado a los brazos de los caudillos. A pesar de lo discutible que pueden resultar hoy algunas de sus conclusiones es admirable el contrapunto que ofrece entre el presente y el pasado. Aún así, sería excesivo apreciar retrospectivamente la obra por su eficacia preventiva como ocioso fustigar su pretensión de homologar la historia con la meteorología; más adecuado es recuperarla por algunas interpretaciones que, atravesando diversas tradiciones ideológicas, nutrieron gran parte del debate político del siglo XX.
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