Abel Rodríguez
Aquellas manos estaban ceñidas a la caña. Sobre la superficie del río bailoteaba el corcho, y el hombre esperaba, mientras su pensamiento iba de un lado para otro. Las manos, sus manos llenas de venas sobresalientes, no le decían nada. Sin embargo, recuerda que una vez estuvieron a punto de cerrarse, en una garganta estremecida por los sollozos. Los dedos se paralizaron en el preciso instante en que la cabeza cayó vencida y las pupilas se llenaban de sombras de muerte. -La técnica del cuento exige que empiece a narrar cómo sucedió aquéllo, pero es un hecho que de pronto supuse que pudo haber ocurrido, y aunque en realidad hubiese sido así, no sería más que un episodio sin colorido, del que no vale la pena ocuparse. Este hombre está aquí, sencillamente, porque ha sentido el deseo de venir a pescar. Es seguro que no lo hace por necesidad, ni tampoco por placer. Está aquí como podía estar en su casa, espantando el ocio a fuerza de bostezos, o en un boliche, manoseando los naipes, o enronqueciéndose a gritos en un partido de fútbol. Esto es lo más natural, y puede aceptarlo cualquiera; pero yo, en mi carácter de cuentista, tengo el deber de darles a los hombres y a las cosas un sentido distinto del que les da el común de la gente. Y ahora pienso, como corresponde también a los de mi oficio: Un hombre ¿va a estar sentado horas y horas sobre la arena húmeda, recibiendo en el rostro ráfagas de viento frío, únicamente por pescar una mojarrita? ¡Vamos, es preciso ser muy ingenuo para creer una cosa así! Ahora me doy cuenta; este pobre diablo es un poeta. -No, no; si empiezo así resultará una cosa chirle, vulgar y sin sentido. Además, cometí la tontería de no poner un libro de poemas entre sus trebejos de pescar. Creo, sin embargo, que es tan grande la tragedia de este hombre, que se denuncia en los menores detalles. Por ejemplo, en estos momentos cruza un vapor. Lo sigo con la vista, y de inmediato me veo a bordo, transformado en un marinero joven, rudo y fuerte. Devoro todos los guisados espesos y grasientos sin importárseme del estómago, y duermo en la sentina húmeda, sin considerar lo saludable que es la higiene ¡Qué vida magnífica! Aire, libertad y un panorama constantemente renovado. Todo el mundo es mío, y la lejanía incierta arrebata la nave, como la realidad arrebata mis sueños. Pero este tipo ni siquiera ha mirado el barco. Habría sido lo mismo para él que hubiese cruzado una lata vacía, dando tumbos entre las olas. ¿Se me negará ahora que hay algo mas que un corcho bailarín sobre la superficie del río y una famélica mojarrita acechando bajo el agua? Lo voy a someter a una prueba. Mi deber de literato es investigar, meterme en el alma humana, saber qué es lo que le pasa al hombre. Tengo la manía de no situarme frente a las pupilas, sino detrás de las pupilas que miran. Y no sólo trato de andar en el interior del prójimo, sino de mí mismo. Una vez, en la escuela, para saber hasta que punto era capaz de tener valor y qué aguante tendría para el castigo, le tiré de la nariz al maestro, y en seguida me desmayé. Desde entonces se me creó un complejo dramático, porque cada vez que un hombre me habla con cierta gravedad, pienso: ¿Y si le tirara de la nariz? Y tengo que realizar inauditos esfuerzos para no hacerlo. Hasta me llevo las manos a los bolsillos, apretando los puños. Otra vez -era ya un adolescente-, conocía una mujer muy austera. Podía tener poco mas o menos cuarenta años. Delante de mí, como de otras personas demostraba un recato excesivo, para que no creyeran que se insinuaba o para que no lo tomaran por lo que no era. Incurría en cosas como esta: cuando tomaba el mate, si por casualidad le apretaba a uno los dedos, exclamaba sobresaltada: "¡Perdón!" Bueno, me propuse hace una experiencia. Un día le hice el amor. Aquello fue terrible, porque me aceptó, y también me hizo pasar las de Caín. Desde entonces he sentido un poco de terror por las mujeres... Pero no se trata de mí, sino de ese hombre que pesca. Mi oficio me impone la obligación de saber que se esconde detrás de esa frente al parecer grávida de sombríos pensamientos. Podría entrar en conversación con él, preguntándole de la manera más natural: "¿Pica?" Rechazo esta idea horrosa, porque con preguntas semejantes empiezan, por lo común, los escritores que quieren contarnos algo para no decirnos nada. Quiero más bien desconcertarlo, que no tenga tiempo de esconderse, que en un momento me abra las puertas de su alma. Y si le preguntase de pronto: "¿Cuándo salió en libertad?" Esto sería realmente maravilloso. El hombre me miraría con los ojos bien abiertos. En un instante se asomaría a ellos todo el horror de su vida: Pero también... ¿Por qué he de empeñarme en que este pobre diablo sea un asesino? ¿Y por qué, necesariamente, tendrá que ser un pobre diablo? Se me ocurre cada cosa... Sin ir más lejos, el otro día, mientras viajaba en un ómnibus, supuse que todos los pasajeros eran amigos míos, desaparecidos hacía años. En un asiento iba una mujer muerta trágicamente. De pie, un amigo querido que murió en mis brazos. Más allá, un compañero de trabajo que tuvo una agonía terrible a causa de un cáncer del pulmón causado por el tabaco. Este era un rico tipo. Una vez me dijo muy seriamente que estuvo a punto de suicidarse. No lo hizo, porque ya muerto no iba a poder sentir el inmenso placer que le proporcionaba un cigarrillo. Y todos eran familiares o conocidos que al pasar por la vida dejaron en mi alma algún recuerdo. Hasta el mismo guarda no era el guarda, sino un viejo vecino del barrio, que solía hacer en mi casa algunos pequeños trabajos. Recuerdo que cuando yo le preguntaba cuánto cobraba por su tarea, invariablemente, me respondía: -Vea; con que me dé para almorzar... Y agregaba: -Dos litros de vino: sesenta centavos. Un pan: diez. Diez de salame. Y otros dos litros de vino para la noche. Sí, justo. Uno cuarenta. Murió quemado por el alcohol. ¿Pero es sensato que haga este pacífico viaje del centro hasta mi casa con una carga de cadáveres? Y lo terrible es que entré en mi hogar con esa terrorífica procesión fúnebre. Verdaderamente, no comprendo cómo mi mujer y mis hijos no salieron a la calle dando gritos. Y eso que algunos muertos, quizás los más queridos, se quedaron un buen rato y anduvieron por la cocina, por el dormitorio; hurgaron en la biblioteca y qué sé yo cuantas cosas hicieron. ¡Ah!, pero las cosas cambian de aspecto... Una mujer se acerca al pescador. El sol de la tarde -no recuerdo si fue en la mañana o en la tarde cuando ví al pescador- pone un halo tembloroso y dorado en su cabellera. El viento le ciñe el vestido y perfila su cuerpo. Su brazo se vuelca como un ala en el hombro del pescador. Ella tiene un acento extraño y distante. También mira extrañamente, desde adentro, como si tratase de recordar algo. El se sobrecoge. Desvía la atención del corcho y contempla las islas lejanas. Observo que su cabeza, llena de presentimientos, se dobla en el brazo de la mujer. Y cuando la llegada de la noche empieza a echar sombras en la ribera, hay un hombre frío prendido en la caña, un hombre que no hace caso del corcho, del que inútilmente tironea una mojarrita prendida en el anzuelo. Contra la costumbre, contra la costumbre del buen literato, debo decir honestamente que el pescador sigue allí, en espera de que su corcho se sumerja, como si nada hubiese ocurrido. También debo confesar que yo ahora camino por la orilla del río, sintiendo su queja eterna. Nada más que para esto sirve un cuentista...
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