Año CXXXIV
 Nº 49.066
Rosario,
sábado  24 de
marzo de 2001
Min 18º
Máx 21º
 
La Ciudad
La Región
Política
Economía
Opinión
El País
Sociedad
El Mundo
Policiales
Escenario
Ovación
Suplementos
Servicios
Archivo
La Empresa
Portada


Desarrollado por Soluciones Punto Com





Editorial
A 25 años del golpe

Un día como hoy, hace exactamente un cuarto de siglo, la Argentina iniciaba la escritura de la más terrible de todas las páginas de su historia, esas escritas con la sangre de sus propios hijos destrozados en enfrentamientos fratricidas. Una página que superó todo lo conocido. Una página que sirvió para que, entre otras manchas indelebles, a este país le quedara la lacra de ser, después del horror del nazismo, el creador mundial de la figura del desaparecido como un concepto más de la política, se diría que hasta trivial en boca de aquellos que, sin piedad ni contención alguna, llevaron adelante esa praxis criminal.
Con la detención de la presidenta constitucional de la Nación, María Estela Martínez de Perón, y la asunción del gobierno por la junta militar encabezada por Jorge Rafael Videla en lo que dio en llamarse Proceso de Reorganización Nacional, en la madrugada del 24 de marzo de 1976 culminó -esto entendido en el sentido estricto del término en cuanto a alcanzar su posición más elevada, nunca su final- una época de violencia política, desintegración social y decadencia nacional. Ello como consecuencia del aparente vaciamiento de contenido positivo que, merced a la eficaz propaganda deletérea de sus enemigos y a sus propios pecados (por ejemplo, la proscripción aquí del peronismo como tal), sufrió en gran parte del mundo la democracia como sistema justo y eficiente de gobierno. Como sistema capaz de construir el progreso económico, político y cultural a que todas las capas sociales, sin distinciones ni exclusiones, tienen derecho.
Como en cualquier devenir histórico, al principio apenas perceptible, luego de manera desembozada, la violencia como instrumento supuestamente eficaz de la política fue adquiriendo mayor preeminencia. Ello sucedió desde mediados de los años sesenta del siglo pasado, después del triunfo de la revolución cubana y en plena guerra fría. Tanto resultó así que el debate libre y pacífico de las ideas y la civilizada y periódica confrontación cívica fue perdiendo prestigio, no sólo entre sus tradicionales enemigos civiles y militares, sino entre amplias capas de la sociedad peligrosamente dominadas por la indiferencia. Tal realidad operó dramáticamente entre la juventud, muchos de cuyos exponentes fueron ganados por lo que, al cabo de enormes dolores e infinidad de sangre, quedó demostrado como una falacia absoluta.
De tal manera, alimentada por intereses estratégicos supranacionales y por actitudes hipócritas propias, así como en otros lugares del mundo, la violencia se señoreó con enorme virulencia en Latinoamérica. Lo hizo con manifestaciones francamente límites, como fue el caso de la dictadura iniciada el 24 de marzo de 1976 en nuestro país. Una dictadura que, como todo proceso histórico, tuvo un difuso punto de partida que, sin dudas, no respondió exclusivamente a la mente criminal de algunos desquiciados con vocación de tiranos. Una dictadura a la que, aun reconociendo que cualquier futuro nacional sano y firme sólo puede construirse con el concurso honesto y generoso de todos los sectores del país, sin exclusiones, no hay que olvidar. No hay que olvidar porque esa es la única forma de no reiterar el mismo trágico error.


Diario La Capital todos los derechos reservados