Todo se transforma. Puede tardar un segundo o miles de años. A Juan Pablo Geretto le lleva unas dos horas. Ese es el tiempo que emplea el actor en crear su máscara. Máscara que tiene la función de confundir y esconder y, paradojicamente, también de mostrar. "Algunos de mis personajes hablan por mí", confiesa no sin cierto pudor el actor. "Tal vez como una forma de no quedar tan...expuesto", desliza con palabras medidas, sabiendo que ellas también son máscaras y representación.
La máscara de Juan Pablo es anónima, versátil y paradigmática, como todas las máscaras, las del teatro griego, la Opera de Pekin o el teatro Noh. Y demanda un minucioso proceso de construcción: hay una máscara para ojeras, otra para la piel, y otras para las pestañas, los labios y los ojos, que se ocultan, o mejor, se revelan detrás unos lentes de contacto verde agua, que, según el actor "suavizan los rasgos. Además está el estereotipo: los ojos claros hacen a la gente más linda".
¿Qué esconde o qué deja ver la máscara? En principio y sólo por momentos, a un adolescente que a los 18 años llega a Rosario desde su Gálvez natal y que vendía pastelitos y tortas en la Florida para "sobrevivir". "Claro que no vestida de negra pastelera...", bromea el actor, aunque pensándolo bien, hubiera sido una buena jugada de marketing. Escandalosa, pero eficaz.
La intriga de las máscaras
La máscara -que esconde el rostro de un hombre de 28 años y la alegría de haber ganado un Estrella de Mar- en el espejo, produce un efecto extraño, inquietante. Tiene la boca de Joan Crawford, pero con una sombra del desprecio de Bette Davis; las cejas de Ava Gardner; los ojos, sintéticos y clarísimos, de la reina del hogar de los 60, Doris Day, pero con otra mirada, con un toque de perversión que evoca a Marlene Dietrich o también a Betty Boop, tan asombrada e inconsciente de su sensualidad.
La máscara tiene una voz, cascada y maleva como la de Tita Merello. Una voz que subraya los contrastes.
"No hago el tipo diva", aclara la voz, que no es otra que la de Juan Pablo, el hombre de la cara de ángel. Y dice la verdad. Sus personajes son cotidianos, acaso resonancias de su infancia y adolescencia, jamás añoranzas del viejo Hollywood. No tienen porqué serlo. La materia de la que están hechos sus sueños es barata y se consigue más fácilmente en las perfumerías de calle San Luis que en las tiendas de Rodeo Drive. "Algunas cosas las compro en todo por dos pesos", admite sin pudor Juan Pablo sobre el origen de su maquillaje.
Parte de la transformación quedó adherida a su piel. Desconcertantemente, cuando se espera que comience a cubrir y a dibujar, se quita el maquillaje que cubre sus cejas decoloradas desde hace cuatro años. Cejas rubias, como el vello de sus antebrazos, pero no el de las piernas. "Tengo unos pelos así de largos -gesticula-. Por eso me tengo que poner cuatro pares de medias", comenta mientras da una idea sobre cuál es el límite entre él y sus personajes.
El cuerpo es el soporte de todas sus mujeres, explosivas, de tonos extremos, a quienes el actor cubre con las prendas que se hace confeccionar. "Compro poco y mucho me lo hago hacer. El problema son los zapatos número 42. Hay poco y es caro". Juan Pablo mira el guardarropa y escoge una bata de seda con plumas en los puños, que lo convierten en una especie de Norma Desmond, pero lo desmienten sus zapatillas y un destartalado teléfono negro que está por allí.
Entre Juan Pablo y sus lunares, tules o sacos de lentejuelas, se esconden las partes que diferencian los géneros. "Tengo que usar prótesis para las tetas y las caderas, porque si no, no es una mujer", dice mientras hunde su mano entre la tela y su piel. Allí donde todo era raso, surgen mágicamente los pechos -amenazantes, para Lía Crucet, postrados, para una mujer mayor- y las caderas, que se inflaman bajo el efecto de la goma premoldeada.
¿Quién sube por la estrecha escalera que conduce al camarín segundos antes de enfrentar al público? ¿Juan Pablo o sus personajes?. "No me transformo al punto de desaparecer: no soy una mujer", aclara categórico, y lanza una mirada a lo Dietrich, con el pincel delineador suspendido por un instante sobre un párpado, que requiere un último toque.
En el camarín no hay íconos ni amuletos contra la mala suerte o la fatal mala onda, esas maldiciones más especulativas que reales con las que muchos actores anulan cualquier rastro de siglos de positivismo. "No soy fetichista", confirma frente al tocador desprovisto de velas, estampitas, sahumerios y patas de conejo para espantar furcios, olvidos y traspies. Sólo una fotografía en el espejo recuerda algún episodio del pasado reciente.
"El transformismo que hay en Rosario no lo vi en ninguna otra parte", asegura el actor. Como inspirado en Emile Cioran, que asegura que todos los logros de la humanidad son fruto de la desdicha, Juan Pablo reconoce que la adversidad de tener un público menos numeroso que en Buenos Aires, agudiza el ingenio y estimula una renovación constante de los espectáculos.
Otro rasgo característico de la ciudad es que usualmente no aparece en el firmamento transformista la santa (y agotadora) trinidad Marilyn Monroe-Liza Minelli-Valeria Lynch. Contrariamente aquí los actores no quieren competencias estelares, sino que son ellos quienes se encarnan a sí mismos y, en ocasiones, trascienden con sus nombres o seudónimos como marca registrada. "Eso -dice con sonrisa amenazante el actor- no quiere decir que no los haré nunca".
En ese sentido, Juan Pablo reconoce que aprendió a maquillarse con el método de prueba y error, viendo y a veces copiando. El actor reconoce como su maestro en el arte de transformarse a Walter Lange: "Es el mejor en Rosario y yo aprendí mucho con su espectáculo en el bar Rojo".
El origen de todo
En Argentina, el género se coció en el underground porteño. Con Fabián "Mosquito" Sancinetto, Batato Barea, Alejandro Urdapilleta, Humberto Tortonese, Antonio Gasalla, y el estadounidense Frankie Kein o Jean-Francois Casanovas, el transformismo fue una herramienta de provocación en la nueva democracia. Lo que comenzó como una apuesta del teatro underground en el inicio de los 80, hoy fue asimilado hasta ser parte del circuito comercial.
Ampliando el margen de la palabra transformismo, sorprende con uno de sus referentes: Niní Marshall. "Ella se transformó de forma increíble siempre, y no sólo en otras mujeres, sino también en hombre". La creadora de Catita, Cándida o la Niña Jovita también fue Mingo, y tal vez también una de las pocas mujeres que fue la versión análoga al varón transformista.
Es un lugar más que común suponer que es gracioso ver a un hombre vestido de mujer, y si eso resulta cómico, tal vez no lo sea tanto. Desde el enfoque de lo que el transformismo pone en crisis -una identidad sexual ajena al actor- es posible que la risa de ambos sexos revalide la meneada superioridad masculina. Es decir que el hombre lo es tanto que puede, por un momento, conceder (y concederse) la posibilidad de subvertir su propio mito. Sobre las razones de por qué la dialéctica del transformismo no incluye a las mujeres, Juan Pablo no tiene respuestas.
El actor piensa que su espectáculo tiene posibilidades de perdurar al menos dos años más en Rosario y, especialmente presentándolo fuera de la ciudad. Por esa razón está autogestionando funciones en su ciudad de origen: "Es una deuda que tengo", asegura. Y como transformarse es su oficio, proyecta también otro espectáculo en el cual el eje sea la soledad -"el mal del siglo", definió- con textos propios y prestados.
Coherente con su gimnasia transformadora, el actor no teme abandonar el espacio seguro que significó el premio Estrella de Mar. Mientras deja la máscara en un paño, explica: "No sé si el próximo espectáculo será de humor, drama o algo patético. Es algo que estoy elaborando y, tal vez, también me permita olvidarme de la máquina de afeitar", dice y vuelve a calzarse los anteojos para recuperar la máscara con la que llegó de Gálvez.