| | Editorial El fanatismo en el poder
| A lo largo de toda la historia conocida y sin que importe qué es aquello que los impulsa (creencia religiosa, ideología política, interés económico), cada vez que los fanáticos se han alzado con el poder en algún lugar del mundo han ocurrido desastres terribles. Generalmente, hubo persecuciones, crímenes, torturas, robos, destrucciones, matanzas, incluso genocidios. Todo el daño enorme que son capaces de provocar los fanáticos fue padecido por la humanidad, que hoy mismo, pese a los extraordinarios progresos alcanzados en torno de la preservación de los derechos humanos, cada tanto debe soportar manifestaciones de ese tremendo flagelo. En ese sentido, después de las experiencias totalitarias del siglo pasado hasta hace pocos días podía decirse que todo ya había sido visto. Sin embargo, la realidad no es así. A la capacidad de asombro del hombre en la materia le faltaba enfrentar otro desafío. Es el que lanzaron los tiránicos talibanes islámicos, quienes, sin contemplaciones, decidieron destruir todas las estatuas existentes en el país. No sólo las diseminadas en plazas, museos y viviendas particulares, sino también los dos monumentales Buda (únicos en su tipo y los más grandes del mundo) tallados en piedra viva muchísimo antes de que Mahoma comenzará a predicar su religión. Para ordenar esa descabellada acción, que agrede el patrimonio cultural de la humanidad y hace añicos el más minúsculo atisbo de razonabilidad que pretenda justificarla, el máximo líder talibán -"mullah" Mohammed Omar- se basó en una lectura sui generis del Corán. Interpretación que incluso fue replicada por la inmensa mayoría de los líderes religiosos musulmanes del resto del mundo. Tal interpretación refiere a que como el libro sagrado ordena no adorar imágenes porque eso es idolatría, en Afganistán no debe quedar ni una sola escultura en pie. Aún aceptando que el sentimiento religioso no opera de la misma manera con todos los credos, ni con todos los creyentes, ni en todas las regiones del mundo donde tiene posibilidad de manifestarse, es indudable que el crimen de lesa cultura que se lleva adelante en ese estratégico país asiático supera lo imaginable. De nada valieron las protestas de, prácticamente, todos los países del planeta; tampoco las gestiones del secretario general de las Naciones Unidas. Los fundamentalistas extremos que, en nombre de la religión que fundó Mahoma para sembrar paz, justicia y misericordia entre los hombres, tiranizan Afganistán hicieron oídos sordos a esos llamados. Es más, ratificaron con soberbia la decisión de consumar tamaño "genocidio cultural". Cegados por la ignorancia y el fanatismo, los talibanes no se dan cuenta del flaco favor que le hacen al Islam. Ojalá que la sociedad afgana sepa y pueda, en algún momento, reaccionar y reparar esta tremenda injusticia. Será en favor de su propia gloria y en beneficio de toda la humanidad.
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