Si cualquiera de nosotros hiciese una encuesta sobre el estado de ánimo de la población se encontraría con respuestas desalentadoras: desazón, decepción, disgusto, desconfianza, pesadumbre, irritación, molestia, malhumor, fastidio e indignación, porque todos ven a la Argentina como un país contradictorio. Sus políticos viven como potentados ganando muchísimo más dinero que los dirigentes de las naciones adelantadas, pero quienes no pertenecen a esta nueva clase social ya hace tiempo que se han dado cuenta del engaño que les hizo creer que vivían en el primer mundo.
No por archiconocidas deben dejar de repetirse las conclusiones del informe publicado por Carlota Jackisch (La Nación, 26/11/2000): en Formosa, la provincia más pobre del país, cada legislador se lleva 165 mil pesos mensuales, siete veces más de lo que cuesta un diputado de Baviera, territorio de Alemania cuya capital es Munich, que tiene 24 veces más habitantes y produce una riqueza anual 176 veces superior a la de Formosa.
Lo mismo sucede en Capital Federal y las provincias del Chaco, Tucumán, Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba. La provincia de La Rioja, privilegiada por tener en su territorio a la ilustre localidad de Anillaco, gasta 14 millones de dólares anuales para sus 30 legisladores y su producto bruto provincial es de tan sólo 1.635 millones; mientras que el estado agrícola de Kansas, en el centro de EEUU con 10 veces más habitantes, gasta 12 millones para sus 165 legisladores, pero tiene un producto bruto de 58.828 millones, la cuarta parte de Argentina.
Un cambio sutil
Estas situaciones que tanto nos indignan, son el resultado de un cambio muy agudo pero imperceptible, producido en las instituciones políticas argentinas cuando la soberanía del pueblo fue convertida en la soberanía de los partidos políticos y cuya legitimación se produjo mediante el acuerdo firmado en soledad entre dos señores: Carlos Menem y Raúl Alfonsín, que ellos denominaron el Pacto de Olivos.
En última instancia la soberanía es una cuestión de saber quién es la autoridad suprema o quién tiene el poder y ello no es otra cosa que "el derecho de hacer las leyes" según la clásica definición de Tocqueville. La cuestión del poder estriba entonces en saber para quién, en definitiva, se sancionan las leyes: ¿los partidos políticos o la sociedad civil?
A partir de la Constitución Nacional surgida del Pacto de Olivos nuestro Senado se compone de 72 senadores, tres por provincia y tres por la Capital Federal. El partido que gane las próximas elecciones de octubre se llevará dos bancas, el que pierda se quedará con una y ambos conformes porque se apropiarán de distintas porciones del queso. Pero, ¿no ha llegado el momento de pensar que este Senado acusado de corrupción puede funcionar mejor con un solo senador por provincia, con lo que su número se reduciría a 24 integrantes?
Por su parte, la otra cámara se integra con 257 diputados, que actúan públicamente en nombre y por cuenta de sus partidos, razón por la cual incumplen el artículo 22 de la Constitución que dice que "el pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes".
Si ellos representan al partido, entonces ya no nos representan a nosotros, el pueblo de la Nación argentina y, ¿porqué no reducir su número a la mitad, es decir a 129 diputados, que ya es bastante?
Lo mismo podría hacerse con los concejos deliberantes, las legislaturas provinciales y otros cargos inútiles, porque si se ha demostrado que el país puede funcionar perfectamente sin vicepresidente, ¿porqué no prescindir de los vicegobernadores y todos los vice o sub que pudiesen existir en la nomenclatura del Estado?
Cuánto nos cuesta la política
El costo de los funcionarios engendrados por esta arrebatiña política, llegó el año pasado a 20.792 millones de dólares, cifra ésta que seguramente será superada el corriente año electoral porque en la mentalidad de muchos políticos argentinos las elecciones no se ganan con buenas ideas sino repartiendo cargos presupuestarios.
Si reducimos a la mitad los cargos políticos electivos y sus puestos derivados, eliminaríamos una corte de secretarias, amigas, choferes, asesores, parentela, ñoquis, pensionados graciables, subvenciones, dietas, gastos reservados, turismo de cabotaje, pasajes aéreos y teléfonos celulares, con lo que podríamos ahorrarnos 10.400 millones de dólares.
Solucionaríamos el dramático problema del déficit porque podríamos pagar los servicios de la deuda pública sin necesidad de echar mano al blindaje, que se mantendría intacto y depositado en bancos serios como respaldo internacional de nuestro crédito público.
Así y todo, esta no es la única razón por la que nuestro estado de ánimo social está tan encendido contra la clase política como para merecer las respuestas mencionadas. Se trata de algo más profundo, de la cuestión de fondo: nuestros dirigentes han desertado de sus responsabilidades, incumplen los deberes que impone su condición y se burlan vilmente de las virtudes que encarnan esos deberes: rigor ético, seriedad, responsabilidad, honestidad, humildad, espíritu de servicio y grandeza de alma.
El actual panorama económico está colmado por esta cuestión moral, sobre todo ahora que se ha develado el escandaloso procedimiento del lavado de dinero, por el comité de investigaciones del Senado de EEUU al mostrar ante el mundo de qué manera una multimillonaria fortuna originada por el soborno, las coimas y el narcotráfico vinculado con la política, era transferida clandestinamente al exterior y reingresaba bajo la forma de inversiones anónimas en fondos extravagantes que todo lo compraban.
La piedra filosofal
El gobierno de Fernando de la Rúa parece obstinado en conseguir la reducción de la tasa de riesgo país, porque cree que su caída producirá un automático aluvión de capitales extranjeros cuyo efecto instantáneo no será otro que producir la reactivación económica y la inmediata caída en las tasas de desocupación.
Tal concepción mecanicista de los procesos económicos se asemeja a la búsqueda de la piedra filosofal, que ocupaba a los alquimistas de la Edad Media porque creían que esa piedra operaba la transmutación de los metales en oro.
De allí que en diciembre de 1999, las autoridades sancionaron el impuestazo, pensando que lograrían una mayor recaudación y recuperarían la confianza internacional sin reducir el gasto político. Pero se equivocaron de cabo a rabo, la recesión se hizo más dura y el país acumuló 32 meses sin crecimiento.
En diciembre de 2000 se encontraron peor que un año atrás, con la amenaza de una inminente cesación de pagos y con desesperación negociaron un salvataje financiero para volver a infundir confianza en los inversores internacionales y conseguir la reducción de la tasa de riesgo país, que antes se les había escabullido. Seguían buscando la piedra filosofal justamente donde no estaba.
No han pasado dos meses después del mayor blindaje financiero otorgado por los organismos internacionales de crédito cuando el propio Fondo Monetario Internacional comenzó a darse cuenta de que el gobierno no cumplía los compromisos asumidos con el déficit presupuestario, no podría pagar los servicios de la deuda y no lograba entusiasmar a nadie para arrancar la reactivación económica.
De allí que las evaluadoras de riesgos comenzaron a bajarnos la calificación, los bancos de inversiones desaconsejaron comprar bonos públicos y la tasa de riesgo país volvió a trepar a los mismos márgenes que tenía antes del blindaje. En pocas palabras, las autoridades habían rifado el blindaje.
El gobierno se encuentra frente a una situación crítica para salir de la cual tiene que ponerse del lado de la gente y decidir de una vez por todas que el ajuste lo haga la política. Para no paralizar las energías del país real, frente al peligro, De la Rúa podrá ocultar su cabeza como el avestruz, pero no tendrá más remedio que hacer pagar a la clase política un colosal ajuste del gasto público y simultáneamente rebajar y simplificar impuestos.
Es el único camino que le queda por delante. Si no elige esta opción, se cumplirán irremediablemente las advertencias agoreras de los consultores internacionales: tendrá que abandonar la convertibilidad, provocará una devaluación descontrolada y soportará la caída salvaje del gasto público porque la sociedad adoptará la dolarización espontánea para salvarse. Estos son los últimos cartuchos que le restan.