| | Editorial Un espejo para la vergüenza
| Demorada parcialmente y en un fallo que a nadie dejó conforme, finalmente la Justicia llegó para reparar, en menor medida de lo que se merecía, el atentado aéreo de Lockerbie, que costó la vida a 259 personas que volaban y a 11 habitantes de la ciudad escocesa sobre la cual se precipitó destrozado el aparato. Se trató de un crimen colectivo que conmovió al mundo, producto de una acción más del terrorismo internacional que, sin dudas y desde hace décadas, prohíja, entre otros, el gobierno de Libia. Una bomba colocada por dos agentes secretos de ese país africano basados en Malta destruyó en el aire, el 21 de diciembre de 1988, un Boeing 747 de la compañía Pan Am, entre cuyo pasaje se encontraba un matrimonio de jóvenes argentinos. Al cabo de deliberar ocho meses en la neutral base de Camp Zeits, en Holanda, un tribunal escocés condenó a prisión perpetua a uno de los responsables del ataque, liberando, en lo que se sospecha como un empate político en el forcejo con el dictador de Trípoli, al otro acusado. Como no podría ser de otra manera, el fallo disgustó a los familiares de las víctimas, muchos de los cuales decidieron procurar su revisión a efectos de obtener un castigo mayor, que hasta incluya al propio país responsable. Al cabo de doce años y de una disputa diplomática y económica sin tregua entre Libia y Occidente -con Estados Unidos a la cabeza- se logró que, por lo menos hubiera una condena sobre uno de los dos ejecutores directos. Al margen quedaron los restantes cómplices y aquellos que dieron la orden del ataque. No obstante esta realidad, es innegable que el mundo se encuentra ante un triunfo de la Justicia. Menguado, pero triunfo al fin. Lo sucedido en Europa sirve de dramático contraste con lo ocurrido en nuestro país, a raíz de los sangrientos atentados contra la Embajada de Israel (1992) y la Amia (1994). Ataques que, sin dudas, fueron posible por una eficaz conjunción de factores externos e internos. Plagadas de errores y demoras, cuando no de fundadas sospechas de ocultamientos cómplices por parte de estructuras delictivas o ideológicas enquistadas en el Estado, las investigaciones en torno de estos dos casos se desgranan hacia la nada y el olvido. El hecho no debería llamar la atención, ya que bien se sabe que la Argentina parece ser un país condenado de manera irremediable a sufrir el siempre letal imperio de la impunidad, muchas veces con mayor fuerza que el supremo de la ley. Lockerbie es un espejo donde la Argentina puede observar su vergüenza. Ojalá que de esa visión surja algo distinto. La memoria de nuestros muertos así lo exige.
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