Alfonso Mallo
Integramos dieciocho caravanas y de todas nos expulsaron antes de llegar a destino, sin violencia pero con una determinación que no permitía los sobreentendidos. Volvimos a intentarlo dieciocho veces y otras tantas fuimos ignorados. Ahora somos nuestra propia caravana y, mientras recorremos la ciudad, nos damos cuenta de que nos movemos en círculos. Si tuviéramos que regresar al lugar desde el que comenzamos a caminar, sabríamos que el movimiento lento no tiene destino. Ninguno de nosotros recuerda de qué está hecho ni cuándo se sumó al resto, aunque es capaz de intuir, por los gestos, algunos rasgos de personalidad. Nos queda, a veces, el goce de los cuerpos, que ejercemos con profunda, meditada prolijidad. Creemos que el loco llegó para que todo dejara de ser como hasta el momento. Perdimos un poco de tranquilidad y ya no nos mirábamos con la misma indiferencia. Nos costaba reconocer, sobre todo cuando formábamos la rueda que nos protegía, por las noches, de los murciélagos que sobrevolaban el fuego y que en el último tiempo se habían vuelto demasiado agresivos, los rostros que mirábamos con naturalidad hasta su aparición: ahora simulaban recortes de algo raro, una presencia acechante y perversa que nos iba inoculando, aunque despacio, la desconfianza. Lo encontramos en una de las primeras caminatas del día, cuando el sol todavía no superaba la línea de los edificios que, siempre, tenemos a los costados. Envuelto en una especie de manta de arpillera, esperaba acurrucado contra una de las tantas puertas que nunca nos atrevemos a abrir. El viaje por la ciudad se ha vuelto algo peligroso y preferimos no abandonar la seguridad de la calle, el espacio más amplio y abierto que conocemos. Se acercó con paso tambaleante y sólo hizo un gesto para indicar que se sumaba a la caravana. No quisimos expulsarlo: supimos, casi de inmediato, que no era la primera vez que lo intentaba y a cada uno de nosotros se nos hizo vívida la imagen del rechazo, la negativa de los que se encolumnaban en otras caravanas cuando, tambaleantes como él, quisimos formar parte de ellas para que nuestras vidas parecieran tener un sentido o, al menos, la ilusión de un lugar adonde ir, una meta inalcanzable que nos mantuviera en movimiento. Enseguida prefirió ocupar un espacio entre los primeros puestos, casi junto al que, sin que nadie lo decidiera, disponía el itinerario que haríamos cada día. Ningún tipo de jerarquía se había establecido entre nosotros y, por el contrario, tendíamos a ordenarnos de acuerdo al tiempo que demorábamos en salir del sueño y levantar las pocas cosas que llevábamos. De alguna manera, él siempre se las arreglaba para estar despierto y preparado cuando el resto recién abría los ojos, pero conservó una actitud respetuosa por ser el último que se había sumado, dejando que otro se hiciera cargo de la delantera. Caminábamos por las calles en silencio. A veces levantábamos la cabeza para observar los edificios desiertos, el amontonamiento de ladrillos y hierros retorcidos que formaban las casas y los fragmentos de cosas que nos eran completamente extrañas. El loco las miraba pero sus ojos parecían atravesarlas, tendían una línea hacia algún punto más allá de la ciudad, hacia el lugar en el que aparecía lo que para nosotros era una vaga idea de la frontera, que presagiaba algo ominoso abriéndose hacia adelante. El resto dejaba que lo hiciera y respetaba casi siempre sus momentos de estatismo, sus detenciones o la repentina ausencia que parecía invadirlo. Algunos, incluso, dormimos con él en señal de solidaridad, buscando en el calor de otro cuerpo el resto de compasión que nos quedaba, el brillo de algo que alguna vez debe haber existido pero que nos costaba sentir como propio, y que nos impedía toda noción de pertenencia. Mucho tiempo pasó hasta que decidió volverse activo. Luego de algunos días, advertimos que era el que nos guiaba, el que con certeza elegía las esquinas en las que debíamos girar y disponía el lugar exacto en el que nos sentaríamos, ampliando o cerrando el círculo protector, con más o menos fuego, de acuerdo a la temperatura de la noche. Y, sin embargo, no nos importó demasiado. Dejamos que se acomodara, que asumiera el rol que había venido a desempeñar con la solvencia de un guerrero, y ya no pudimos verlo como un loco o un ausente. Apenas nos sorprendimos cuando dejó de dormir y mantuvo la guardia durante toda la noche, rodeado por el chillido insistente de los murciélagos, atizando el fuego que, a veces, emanaba una gruesa llama cargada de chispas. Durante el día, recorríamos las mismas calles, en el mismo sentido, hasta que la monotonía de las construcciones se nos hacía una sola cosa, un fenómeno sobrenatural que marcaba nuestra perspectiva del mundo, una visión. Formamos una hilera, también, cuando extrañamente nos hizo detener en la mitad del día junto a una puerta inmensa de vidrios opacos, con restos de papeles pegados sobre ellos. El la miró, se acercó lentamente hasta una manija grande que cruzaba dos hojas de madera hinchada y sentimos que ponía todo su empeño en empujarlas. Cuando finalmente cedieron, se hizo a un costado para dejarnos pasar a un agujero oscuro, inmenso. Luego de un pequeño salón, en el interior, había innumerables filas de asientos, orientados en el mismo sentido y clavados en el piso. El polvo se extendía en una capa que se superponía con todo lo existente: algunas cortinas pesadas en la parte de atrás, un lienzo agrisado por el tiempo y cargado de telas de araña en donde se terminaba el espacio visible. Hizo un gesto con la mano para que nos animáramos a avanzar. Como siempre, las mujeres fueron las que primero perdieron la desconfianza y se adentraron en el inmenso salón. Vimos cómo se sorprendían al encontrar que el suelo registraba un pequeño y constante descenso para perderse más adelante, en el límite de la tarima que separaba el lienzo gigantesco del piso de listones. Tal vez por el cansancio o la desidia, ellas se sentaron en cualquier lugar, dejando que pequeñas nubes de polvo ganaran altura a medida que dejaban caer sus cuerpos pesadamente sobre los asientos. Después, fuimos los demás. El se quedó esperando junto a la puerta, un poco más allá de los cortinados. Parecíamos una mancha multicolor en la inmensidad de ese campo sembrado de sillas extrañamente cómodas, y pensábamos que él había armado todo para vernos allí reunidos, sin motivo aparente, pero con el orden que dan las cosas inmutables, eternas. Dejamos de prestar atención a sus movimientos cuando una luz, tenue primero pero potente después, comenzó a hacerse grande contra el lienzo de adelante. El brillo fue tan repentino y penetrante que todos nos llevamos las manos hasta los ojos para impedir que nos cegara por completo. A pesar de eso, ninguno sintió miedo ni se movió del lugar en el que estaba; más bien nos había ganado la curiosidad, que tal vez sea, sí, una de las formas del temor. El resplandor permaneció unos instantes sin moverse; luego comenzó a temblar y aparecieron algunas manchas negras, circulares, sin ningún tipo de lógica o ritmo. Un zumbido se apoderó del espacio justo cuando algo parecido a nosotros mismos comenzó a moverse contra el lienzo. Imágenes similares a las nuestras iniciaron rápidos movimientos hacia uno y otro lado: algunas se topaban entre sí, otras se besaban; aparecían y desaparecían sin ningún tipo de explicación y muchas preferían esconderse detrás del lienzo, saliendo rápidamente por el costado para hacerse invisibles. Después de un tiempo que no pudimos calcular, volvió la oscuridad, aunque en el fondo de los ojos, durante días, nos quedó el recuerdo de lo que habíamos visto. Salimos tan silenciosamente como habíamos entrado. El loco nos esperaba acodado en la puerta y, cuando la última mujer traspuso el límite que separaba ese agujero extraño de la calle, se encargó de cerrarla nuevamente, esta vez con menos esfuerzo. Un día desapareció y, lentamente, cada uno se fue separando del resto para formar su propia caravana. De ninguna nos han expulsado y ahora somos nosotros los que intentamos poner los límites entre un camino que se extiende hacia adelante y el que vamos dejando, con determinación, a nuestras espaldas, sabiendo que buscamos algo, tal vez una imagen o el flaco fulgor de lo desconocido.
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