Año CXXXIV
 Nº 49.032
Rosario,
domingo  18 de
febrero de 2001
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Islam y Mallarmé, Bizancio y Joyce
Anticipo. "El sitio de la mirada", de Eduardo Grüner

Para Matisse, Oriente es a Occidente lo que la Vanguardia a la historia: el primer término sirve de espejo deformante para una lectura alterada, radicalizada, del segundo. Es, por otra parte, una vieja tradición francesa (inspirada por el colonialismo, claro): casi dos siglos antes, Rousseau y Montesquieu utilizaron al Oriente para destacar, por contraste, su imagen de un Estado ideal. Es cierto que la estrategia de Matisse es diferente, en un punto sutil pero decisivo: lo que busca no es una dialéctica (una "síntesis") sino una dialógica (una convivencia). Una vez más, su estética no rechaza el conflicto pero busca el equilibrio. Exagera cuando afirma que la revelación le ha venido siempre de Oriente. Y algunos de sus críticos exageran -o malentienden- cuando creen encontrar allí el mero rechazo a una sociedad en decadencia.
Se trata, por el contrario, de problematizar las evidencias. Veamos: "La revelación me ha venido siempre de Oriente". En efecto, desde 1903, el arte islámico fascina a Matisse. A partir de 1906, pasa varios inviernos en Argelia y Marruecos. Casi simultáneamente descubre las miniaturas persas, el arte egipcio, los mosaicos bizantinos: de una de sus grandes pinturas, La conversación, se puede decir que está completamente construida sobre ese modelo; para no mencionar las máscaras esquimales y africanas: hallazgo en el que precede, tal vez, a los cubistas. Sí, pero al mismo tiempo (1907) viaja a Italia y se entusiasma con Piero Della Francesca, Giotto, Duccio: culturalmente, el medioevo y el prerrenacimiento también es lo otro del positivismo decimonónico del cual emerge Matisse. Pero es "lo otro" que Occidente lleva adentro. Y no se pueden olvidar otras fuentes: "La teoría de Seurat sobre los contrastes, las reacciones simultáneas de colores y la reacción de su luminosidad: todo esto se halla en potencia en Delacroix, en Piero, en una palabra, en la tradición europea y, en parte, en la tradición oriental". Se ve que el problema no es elegir una tradición, sino identificar la verdadera naturaleza de las estratificaciones, el punto justo de un precipitado múltiple.
Desde luego, como siempre, también está Cézanne, de cuya desgarrada relación con el impresionismo. Matisse aprende una lección fundamental para su pintura, para la pintura, para el arte: no existe la transgresión absoluta, no se puede negar sin afirmar simultáneamente lo que se niega (así sucede también en el lenguaje: y esta referencia, lo veremos en seguida, no es caprichosa). Matisse redescubre, con Cézanne, lo que le permite integrar los efectos productivos de la modernidad y de la historia que la ha producido. Con el arte "exótico" el efecto es similar: el valor de los préstamos culturales, se sabe, no depende tanto de su carácter intrínseco como de la real intertextualidad a la que son incorporados. Matisse se debate en la colisión de los espacios: el impresionista y el bizantino, por ejemplo. Pero sabe que si los espacios no son intercambiables, sí son interconectables, justamente porque entran en colisión, en aparente combate: en 1930, el "nuevo espacio" que inútilmente había buscado en Tahití (¿siguiendo a Gauguin?) lo encuentra... en Nueva York.
Otra vez: Matisse no es un vanguardista. La complejidad heterogénea de estímulos que descubre no lo conducen a liquidar precipitadamente su cultura, sino a poner en evidencia los antagonismos, las contradicciones que oculta la imagen ideológica de una aparente continuidad, de un "progreso". Por eso puede "cruzar puentes": por ejemplo el fauvisme y, sobre todo, el cubismo, que durante un momento -admirable, pero breve- ilustra mejor, al igual que el constructivismo y a su manera el futurismo, el carácter "racional" de la ideología del progreso entonces hegemónica. Por comparación, en esta época Matisse aparenta un cierto anacronismo metafísico. Pero es porque se niega a aceptar la apoyatura teórica, incluso científica, con que cuenta el cubismo. Su "salvajismo" metafísico se demostrará, a la larga, más fecundo. Negándose, a través de Oriente, a tomar como ya dada la dependencia discursiva de la pintura occidental -su logocentrismo, para usar esa categoría ya consagrada- Matisse puede reconstruir un discurso de más largo alcance, que permita superponer y hacer jugar en toda su complejidad las oposiciones Oriente/ Occidente, Vanguardia/historia, incluso (y especialmente) allí donde Occidente parece reinar sin discusión: la literatura, la escritura.
"Aquel que quiera pintar", dijo alguna vez, "debería empezar por cortarse la lengua". No es odio a la palabra, sino a la fatalidad de su preeminencia. Matisse es por definición un pintor anti-literario, anti-narrativo, anti-discursivo: "Muchas personas se complacen en considerar a la pintura como un desprendimiento de la literatura", dice despectivamente, "pero no hay relación entre la pintura y la literatura, y he tratado en este aspecto de no provocar confusión alguna. El objeto de la pintura no es describir la historia, ya que ella está en los libros. Nosotros tenemos una concepción más elevada...".
Pero también -atención-: "Se trata de aprender y quizá de volver a aprender una escritura que es la de las líneas (...) de dibujo en dibujo vemos que la escritura se transforma en signos surgentes...". No puede ser casual: Matisse opone la escritura a la "literatura", entendida como logos, como despliegue narrativo-discursivo de un sentido inteligible: el trazo como centro del sistema (hemos visto la importancia del dibujo en Matisse) es, igualmente, des-centramiento de una cierta manera -occidental- de pensar el valor de la imagen. Su defensa del "decorativismo", causa de tantos malentendidos, es una toma de posición por la imagen-escritura contra la imagen-ilustración, una manera alternativa de pensar desde otro lugar (por ejemplo, desde el valor icónico y decorativo de la escritura árabe como compensación por la prohibición religiosa de la imagen, que en Matisse encuentra su reverso en la serie de las Odaliscas, concebidas como escritura del cuerpo femenino), a la cultura occidental, cultura fonética, centrada en el habla, donde la imagen tiene un valor subsidiario. Matisse acepta "ilustrar" los poemas de Mallarmé y la edición francesa (1935) del "Ulises" de Joyce. Ambos casos son sintomáticos: Mallarmé, se sabe, intenta devolver la palabra poética a una dimensión espacial (por su parte, Matisse admira los caligramas de su amigo Apollinaire). La cuestión Joyce es todavía más interesante: Matisse no se toma el trabajo de leer el libro, apenas el de repasar la "Odisea" de Homero.
Sin embargo, muchos críticos lúcidos han señalado la oblicua complementariedad de ambas operaciones: mientras Joyce, por superelaboración, complica cada vez más las certidumbres cartesianas de la lengua, Matisse simplifica el valor "ilustrativo" de una imagen recargada. Doble impugnación de una lógica cultural que se asienta sobre el carácter "claro y distinto" de la palabra, por una parte, y por otra de la permisividad barroquizante para una imagen concebida, justamente, como pura ilustración. Ejemplo final: en la década del 40 Matisse escribe Jazz, un texto poético "ilustrado" para el cual concibe antes las imágenes y donde la palabra es la que aparece, entonces, como "ilustración" de aquéllas. Intervención de máxima importancia si se piensa que en estas imágenes (en las que extrema la técnica de "papeles cortados" que ya había inaugurado en los murales) Matisse llega a la frontera misma con el abstraccionismo: queda completado el cuestionamiento al culto referencial-logocéntrico de una manera ejemplar para la estrategia matissiana, ya que en Jazz el discurso y la referencialidad sobreviven pero sometidos, por así decir, a respiración artificial: toda una declaración sobre el estado de la cultura en Occidente.



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